Nos decimos tantas veces al mirarnos al espejo lo felices que somos ¿lo somos?

Soy feliz

Al salir de la ducha he limpiado el vaho del espejo con la toalla del lavabo. Me he mirado en el mismo. Me he preguntado:

— ¿Eres feliz?

No sé por qué me he hecho esa pregunta. Claro que soy feliz. Hace tres años que soy feliz, el mismo tiempo que llevo sin afeitarme la cara.

La primera mañana que ella amaneció en mi cama me dijo que le apasionaban los hombres con barba. Yo, que siempre había llevado la piel rasurada, le concedí su deseo sin que ella lo pidiera expresamente. Desde entonces cada veintiocho días me hace sentarme en la banqueta y la recorta como si de un ritual se tratase.

Una vez le pregunté:

—¿Por qué cada veintiocho días?

—Hay que hacerlo con la luna llena.

No entendí su respuesta, como tampoco que tras pasar aquí su primera noche trajera todas sus cosas y se viniera a vivir conmigo cuando no hacía ni una semana que nos conocíamos.

Al mes de vivir juntos decidió alquilar su apartamento, bastante más grande y mucho mejor comunicado que el mío. Me lo contó a la hora de la cena, entre un “pásame la sal” y “un sírveme otra copa de vino”.

Aquel gesto me hizo comprender que en nuestra relación primero va la respuesta y luego la pregunta, con lo que hacerla no tiene sentido.

Me miro en el espejo. La toalla se me ha caído al suelo, estoy completamente desnudo. El reflejo me devuelve la imagen de mi rostro barbudo.

Abro la puerta del armario del baño. Veo la espuma de afeitar. Me la pongo en la cara. Busco una cuchilla, la encuentro. Sonrío. Me dispongo a rasurarme completamente la dichosa barba.

Ella toca la puerta del baño:

—Ya estás saliendo del baño. Llevas ahí una hora. ¡Vamos!

Dejo la cuchilla sobre el mueble del lavabo. Abro el grifo. Me lavo la cara. Me seco la barba a conciencia. Vuelvo a mirarme en el espejo y me digo:

—Soy feliz ¿Qué necesidad tengo de modificar mi vida?

Galiana