Entramos en la recta final de esta novela.
Séptima parte
Capítulo 19: narra Helena
—No dejéis que se acerquen a mí —balbuceé, esforzándome en no parecer una niña pequeña.
—¿Cómo decís? —se acercó el guardia de mayor rango, encargado de la seguridad en aquel evento.
Tenía ganas de arrancarme el asfixiante corpiño.
—¡Qué no se acerquen a mí! —no aguantaba más.
Obediente, el guardia hizo algunas señales a sus subordinados para que forzasen a la masa a retroceder. Los ciudadanos se empujaron entre ellos, incapaces de apartarse sin caer unos sobre otros, creando tapones humanos difíciles de desatascar.
—La gente no puede apartarse más, señora.
—Entonces disparad.
No es posible. No es posible.
Los militares obedecieron, apuntando a los sectores más lentos con las armas ya cargadas. El ruido de los disparos sustituyó a la música y las exclamaciones de alegría dieron paso a los gritos de horror.
Lo único que no cambió, fue la presencia de vivos colores, ahora potenciada por toques de rojo sangre.
En cuanto pude, intenté refugiarme en su carroza dorada, pero no llegué a tiempo. Me desmayé en brazos de mi tío para despertar al cabo de un rato, recostada sobre mi asiento, mecida por el suave traqueteo de la carroza.
Pasé el camino de regreso en un extraño duermevela, tratando de recuperar el aliento, apretando la corona contra mi pecho. La corona de mi padre.
Me veía incapaz de lucirla como debía, pero tampoco podía soltarla. Era la herencia de padre. Mi vínculo con el pasado familiar y el símbolo de mi legitimidad como reina. Yo era la reina.
Una vez llegamos a casa, primo Casio acudió a ayudarme el primero, comprobando mi estado y llegando a abofetearme al ver que mi mirada se perdía.
—¿Qué ha sido eso, Helena?
En vez de responder algo con sentido, yo hablé entre la realidad y la imaginación, arrastrando las palabras en una boca que no podía sentirse más pastosa.
—Deberíamos levantar un muro que rodee el palacio.
Casio frunció el ceño.
—¿Para qué?
No recuerdo la cara que puso cuando le respondí.
—Para que no nos mate la gente.
Fui yo.
Después de tanto, fui yo quien condenó a mi pueblo a morir. Los ejecuté. Los asesiné.
Y lo peor es que no lo recordé después. He tardado mucho tiempo en darme cuenta, pero esa fue la primera vez que me comporté como una tirana.
No sería la última.
capítulo 20: narra Walpurga
Los caballeros pensaron que podían manipular a la reina eternamente. Nino y los hombres de su grupo BASTA creyeron que podrían hacer lo mismo.
Considero que es fácil mirar a quien está en el poder y especular sobre lo bien que lo haríamos nosotros o, también, sobre la pena que nos da quien está en su puesto.
Los dos comienzan a despertar, gimiendo como pequeños animales cazados. Como delincuentes atrapados infraganti. Los dos con sus pecados puestos ante los ojos.
—¿Mi reina?
Helena apoya las manos sobre el colchón de su tía. De repente le ha cambiado el gesto. Ya no es tan inocente como antes. Parece una anciana de mi edad, agotada por la vida.
—¿Por qué me lo muestras ahora?
Chasqueo la lengua contra el paladar, enternecida.
—Querida Helena —me siento junto a ella, tomando su delicada mano entre las mías—. En el fondo de tu corazón nunca lo olvidaste. Por eso tenías miedo y dejabas manejar a tu tía y a los suyos.
La reina cierra los ojos, abatida. Retiene lo que quiere decir, porque sabe que no es a mí a quien debe una explicación.
—¿Qué has hecho, vieja bruja?
—¡El príncipe azul ha vuelto a nosotras! —suelto a Helena y me pongo a dar palmas.
De corazón que estoy orgullosa de lo que veo. Ninguno entiende lo que ha visto.
Nino se lanza a abrazar a Helena y ella le corresponde, temblorosa.
Luego el apuesto joven atrapa mis collares y me obliga a mirarle. Debería cuidar sus pasos si no quiere que el castillo se ponga a temblar.
—Te estoy preguntando.
Me quiero reír, pero es difícil hablar y reír a la vez.
—Ni tú eres un valiente revolucionario que lucha por la libertad —le pongo una mano en el rostro y lo empujo hacia el lado—. Ni ella es la inocente criatura que dice ser.
Helena se encoge, avergonzada. Nino me rompe las joyas y atrapa del cuello.
—No te atrevas a hablarle así.
—¿Sabes que es un tiranicidio?
Ignorante, su propia estupidez le sirve de excusa para ahogarme.
En ese momento, las paredes del castillo tiemblan y la cama donde descansa Helena da un salto, tirando a la reina al suelo. Ella grita, pero su captor, ahora trasformado en salvador, no lo hace.
Deduzco que quiere que siga explicando.
—Cuando el pueblo mata a su tirano. Al que los oprime. Eso es lo que, en teoría, quería hacer tu amigo Dimas —mencionar a su amigo no le pone de buen humor—. ¿Qué ocurre querido? ¿Te has enamorado de Helena? ¿O es que has entendido que tú también fuiste un tirano con tus hombres?
—¿De qué habla Nino? —la reina se levanta como puede, aunque los temblores siguen y ahora son los retratos de su familia y los objetos de belleza de su tía lo que salta en pedazos.
—Tú y tu locura disfrazada de miedo a ser asesinada matasteis a los padres de Nino —esto es divertido—. Él usó su fuerza bruta para unir a otros pobres como él a su causa mientras dejaba a un psicópata como Dimas dar la cara por él. Similar a lo que hacías tú con Los Caballeros.
—¡Cállate! —el muchacho deja de estrangularme, pero me abofetea, cabreando más al edificio.
—¡Nino! —grita Helena.
Las cortinas que adornan el dosel de su tía se rompen, pero aterrizan encima de ella, envolviéndola en una suerte de capullo. Las telas también son parte del mobiliario. Parte del edificio. Aunque su deber sean proteger a la reina, si la reina se pone en su contra, también la matarán.
—¡Helena!
A la carga, el apuesto corre a salvar a su dama, mientras yo me permito romper en carcajadas. Es tan adorable verlos así, sin nadie que los salve del apuro.
Los tablones de madera se quiebran al paso de Nino, haciéndole tropezar e impidiendo que alcance a su bella dama, que inútilmente intenta quitarse la cortina de encima. La tela se aferra a ella igual que una segunda piel, oprimiéndole todo el cuerpo. Morirá asfixiada, como iba a morir yo hace unos segundos.
La paja que hay bajo el suelo sale de entre las tablas rotas y ata los tobillos de Nino para frenar su avance.
—¿Por qué haces esto? —percibí su odio—. No podías tener nada planeado.
Niego con la cabeza.
—Te doy la razón. Me gusta improvisar.
—¡Ella es tu señora! ¡Se supone que debías protegerla! Eso hacía yo con Dimas.
El techo también se quiebra y las tejas comienzan a aterrizar contra los muebles que quedan en pie. Pronto no quedará nada de esta alcoba, ni de los que estaban en ella.
Niego con la cabeza.
—A veces, cuando llevas generaciones viendo a los mismos reyes decadentes, idiotas y temerosos de tu propia gente, decides desentenderte de ellos.
—¿Y por qué hoy? —el joven se cubre el rostro cuando un trozo de teja se rompe en su espalda, causando que brame del dolor. También sangra un poco. El cuero de tu ropa no lo ocultará.
—Simple. Me has dado motivos para matar… y si mato voy a hacerlo bien.
El cuerpo de la reina, ya convertido en una momia de tela, se retuerce como puede. Ha esquivado las tejas porque no quiero que muera de forma rápida. Esto será un final más divertido para ella.
Esto es divertido. Esto es la libertad que nunca tuve. Por fin el castillo será libre de los humanos y sus malos sentimientos.
Yo también tengo derecho a no ser un símbolo de opresión para el resto.
—¡Ah! —exclama Helena.
Eso no parece sacado de su boca. Es un sonido gutural, de ultratumba. De alguien que se niega a morir.
Capítulo 21: narra Helena
Entre los consejos que me dio padre, siempre estuvo el de aprender a respirar.
Cuando la cama se reventó y la cortina me atrapó, hubo una astilla que se quedó entre los pliegues de la tela. Un golpe de suerte oportuno, sí. O una ayuda de parte del castillo.
El trozo de madera se clavó en mi muslo derecho, de forma que tarde en arrancarlo. La tela apretaba tanto y era tan rígida que cortó mi respiración. La desesperación se apoderó de mí, pero ese instinto fue el que me llevó a sobrevivir.
No por el pueblo. No por mi cargo. Solo por mí.
Arranqué la astilla de madera, peleando contra el poco espacio que quedaba entre la improvisada mortaja y mi piel. Utilicé la punta afilada para agujerear la cortina y volver a respirar.
—Majestad —es Walpurga otra vez, presidiendo mis intentos de sobrevivir—. ¿No os dais cuenta del ridículo?
No la veo, pero siento su presencia. No voy a dejarme vencer por ella.
La vieja me atrapa. Intenta quitarme el trozo de madera y todo lo demás es un desastre. ¿Dónde está Nino?
¿Acaso se ha marchado?
Vuelvo a abrir la boca. Si he de morir, gritaré hasta entonces. Atormentaré a Walpurga hasta entonces.
Pero ella rasga la cortina que tapa mi cara con sus afiladas uñas, cortando también mi mejilla.
Su cara es horrible. Una mueca fastidiada.
—¿No te das cuenta de que nadie va a salvarte? —aprieta mis mejillas, impidiendo que vuelva a emitir sonidos—. ¿No te das cuenta? Una tirana como tú ya no da órdenes.
Me gustaría decir que lo que medité mis actos. Pero nada de eso. Con su horrenda visión pegada, entonces si creí que el final estaba cerca.
Mis manos, de movimiento aún limitado por la fuerza de las ataduras, hundieron la astilla que Walpurga no consiguió quitármela en su estómago.
La reacción no se hizo esperar, pero no me dio tiempo a verla. La cabeza de aquella bruja voló de su cuerpo, cortada por un enorme trozo de espejo.
Capítulo 22: narra Nino
Muy destructivo hacer que todo salte por los aires. Pero Walpurga se arriesgó a que, por ese hecho, consiguiera atrapar algo cortante.
Cuando la cabeza de la bruja aterrizó en el suelo, su risa se hizo más profunda y estridente.
—Morid conmigo… —fueron sus últimas palabras.
Lo comprendí en cuanto la paja que ataba mis pies perdió toda su fuerza, volviendo a ser una materia blanda fácil de romper. Igual que el castillo. La estructura no tardó en sentirse muerta cuando su alma central pereció. La estructura no aguantaría mucho tiempo en pie.
O corríamos, o la profecía de Walpurga se cumpliría.
Me puse en pie de un salto, aunque estuve a punto de venir abajo otra vez por el golpe de la espalda.
La teja debió romperme algo. Tendría que ocuparme más tarde.
—¿Helena? —me apresuré a sacarla de aquella especie de capullo en que la habían metido. Los trozos del edificio dejaron de atacarnos con tanta intensidad, pero empezaron a caerse de forma aleatoria. Casi no quedaba suelo para pisar.
—¡Corre Nino! —exclamó ella.
—No sin ti —la miré a los ojos, inyectados en sangre.
Aparté el cuerpo de Walpurga. El trozo de espejo que le arrojé estaba debajo de él.
Rompí lo que quedaba de la atadura y terminé de liberar a Helena. No podíamos detenernos a ver si estábamos bien o no. El castillo se venía abajo.
Todo sucedió muy rápido.
Tuvimos que llegar a la puerta de la alcoba evitando los obstáculos. Los trozos de mueble y las pocas tablas que formaban el suelo no nos impidieron correr.
Afuera, las escaleras también se estaban deshaciendo, al igual que las paredes de piedra, las alfombras y los techos.
El aire era polvo tóxico. Tuve que agarrar a Helena de la mano para no perderla. Ninguno veíamos casi nada.
—¿Dónde está la salida? —le pregunté en mitad del pasillo.
—¡Sígueme! —se puso delante de mí, echando a correr.
No intentó soltarme ni por un segundo.
A nuestro alrededor, los cadáveres de los cortesanos y de quienes habían sido mis hombres estaban siendo lapidados por las rocas desmoronadas. Pronto todo aquel recuerdo de conflicto y elegancia no sería más que ruinas. A saber, si alguien en el reino querría acercarse a ver qué pasó.
Seguro que no nos buscarían ni a Helena ni a mí a no ser que quisieran asegurarse de que la reina y el supuesto héroe del pueblo estaban muertos.
Al final logramos salir al jardín y, después de eso, atravesar las murallas por la puerta, que ya se había desmoronado del todo.
El amanecer los recibió con sus cálidas luces, promesa de que la vida volvía a aquel podrido rincón.
—Ay —gimió Helena cuando las piedras se clavaron en los pies descalzos.
—¡No te quejes! —la tomé de la cintura para colocarla en mi hombro. Teñimos que trepar aquella mole destruida para escapar al otro lado. Probablemente el suelo del jardín también se hundiría cuando terminara de caer todo el castillo.
Helena no protestó, pero noté que un intento de palabra moría en su garganta. Seguramente ver la destrucción de su hogar no le agradó.
—Adiós reino de Yeboglia —murmuré, sin dedicar ni un instante a la tumba donde descansarían para siempre mis amigos y el sueño del hombre que quise ser.
Tras leer toca darle al podcast en ivoox, recuerda hay variaciones en relación al texto.
🎙 🎧 👇🏻


















