Ya estamos en la parte 6 de esta novela.
Sexta parte
Capítulo 16: narra Nino
Se me hace raro ver a Dimas como un adolescente velludo y sin una sola arruga, pero así es como era él.
—¿Quién te ha hecho esto, amigo? —le pregunté yo.
Mi aspecto también era el de una versión adolescente. Debería tener alrededor de catorce años y no me atrevía a tocar el moretón que presentaba Dimas en el ojo izquierdo por lo que pudiera pasar, aunque es obvio que no le dije nada por no parecer un blando.
—Los de siempre —respondió, encogiéndose al hablar—. Dicen que agradezca que no me arrancan el ojo.
Ya en aquel tiempo era yo el fuerte a nivel físico, por lo que la parte de defensa era mi trabajo, mientras que el de Dimas era idear formas de conseguir dinero para vivir por las calles. No formábamos un mal equipo.
Asisto como espectador al momento en que mi yo juvenil asiente a la muda petición de mi amigo, sacando del viejo zurrón una navaja del tamaño de un dedo corazón.
En realidad, no llegaba a navaja. Era un cuchillo de cocina roto que había encontrado en la basura unos días antes, pero era mejor que nada para una pelea callejera como las nuestras.
—¿Qué haces Nino? —inquiere Dimas, fingiendo que no entiende lo que está pasando.
En vez de responderle, le indico que se haga a un lado y me deje trabajar a mi manera. Las cosas deben hacerse como toca y de ninguna otra forma.
<<Pobre idiota.>> Pienso ahora que veo el espectáculo con un poco de distancia.
Desde luego, todo era cutre. Nuestras ropas viejas, nuestras caras cubiertas de una capa de fino barro y los objetos rotos que usábamos como arma.
El mundo de los niños callejeros siempre ha sido duro, pero si a eso se le añade la imaginación propia de la edad, la situación vista por un adulto puede resultar penosa mientras que, para ellos, un signo de que ya son hombres.
Al igual que los bajos fondos de la capital, mugrientos y decadentes, con los muros de las casas pelados de pintura a ambos lados de la calle y malas hiervas, que al final se convertían en árboles salvajes, creciendo en cada grieta. Ese era todo el verde que creía en nuestro mundo. Todo el oxígeno limpio que éramos capaces de consumir sin ahogarnos con el veneno de la miseria, la pobreza y la maldad.
—Espera aquí —ordené a Dimas—. Yo me ocuparé de esto.
Imprudente, movido por una sed de venganza incontrolable, apreté la hoja y corrí calle abajo, en dirección a la guarida de los atacantes.
Si miraba a ambos lados, podía ver cómo las calles se movían, como difuminadas en el agua. La sensación me extrañó hasta que recordé que estaba soñando y que todo a mi alrededor eran sombras, reflejos de un pasado que estaba viendo como quien va al teatro, pero también como protagonista. Recuerdo hasta la última gota de ira recorriendo mi cuerpo. Y es que, desde que me quedé huérfano, la vida no paraba de darme golpes.
No iba a tolerar que Dimas se convirtiese en otro golpe.
Capítulo 17: narra Helena
¿Qué es un tirano? Me pregunté mientras la costurera terminaba de abrochar mi aparatoso vestido blanco, forrado de joyas hasta el borde de la falda.
En términos estrictos, como nueva reina, yo debería saberlo. Mi función era dirigir las vidas de veinte millones de almas. Como soberana, podía decidir dónde vivían, que comían, cómo se vestían, con quien se casaban y cuántos hijos podían tener… No veía lógico ocuparme de todo eso.
<<Ahora tú eres la madre de la nación.>> Fueron las últimas palabras de padre, quizás el único ser que podía entender cómo me sentía.
—Hemos terminado, mi señora —anunció la costurera, sonriendo satisfecha.
Llamaron a la puerta. Era mi primo Casio en su papel de nuevo Gran Chambelán. No aguantó demasiado tiempo ocupándolo, pero en aquel momento me sentí segura de tenerle cerca.
—Es la hora —anunció, haciendo una exagerada reverencia.
Asentí, conforme.
—Vayamos, entonces —extendí la mano, esperando que otra doncella colocara mis anillos ceremoniales. Todos de oro y con gemas de distintos colores.
A la salida del palacio, los miembros de la corte formaron un pasillo que conducía hasta la carroza oficial. Era más robusta que muchos edificios, pero también más hortera que el vestido que me confeccionaron para la ocasión.
—Majestad —los nobles se arrodillaban al verme pasar.
—Dios os de una larga vida —apareció ante mí la imagen de mi tío, elegante pero también con un punto excéntrico, embutido en un traje lleno de botones enjoyados. Por supuesto, su nuevo puesto de ministro es un motivo para desear que mi reinado dure mucho tiempo.
Tía Dorotea iba agarrada de su brazo, estirada y arreglada con un vestido de cuello alto y mangas vaporosas color verde grisáceo. Llevaba el dichoso cuervo atravesado y coronado en el centro del corpiño.
—Estáis bellísima —por fin puedo ver de qué manera se le escapa el veneno cuando lo dice.
Cuando giro la cara para seguir el paseo hacia la carroza, otra persona me sale al paso, esta una del montón. No es ni alta ni baja, ni tampoco robusta o flaca.
—A vuestro servicio —se trataba del mejor amigo de su padre, ahora temeroso de caer en desgracia con el cambio de monarca.
Mantuve la cabeza erguida porque así debía hacerlo, pero sentía ganas de salir corriendo. El corsé no me dejaba respirar y el pintalabios rojo satinado secaba mi boca. No podía beber agua por si se corría la pintura.
—¿Esto es ser un tirano? —me pregunté una vez acomodada en los mullidos asientos de la carroza, sin compañía que me diera conversación durante el trayecto. Así estaba estipulado y así debía de ser. Solo la realeza podía subir en aquella jaula de oro macizo.
Soy consciente de que estoy recordando algo que ya ocurrió, pero no puedo evitar sentirme inestable. Confusa. Estoy segura de que esto fue real, pero al mismo tiempo me da la sensación de que no era yo quien estaba en ese carruaje, convertida en un personaje de cuento de hadas.
Poco a poco, el gris de la capital sustituyó al verde del bosque. Una bulliciosa ciudad de piedra que ahora brillaba gracias a las banderas de colores, faroles y pétalos de flores que se lanzaron para recibir a la nueva reina. Para recibirme a mí.
El paseo estaba abarrotado de gente que a un lado y otro de las calles se peleaba por ver pasar la comitiva real. Aplaudían, gritaban de alegría y ofrecían todo tipo de muestras de cariño. Un baño de masas pensado para elevar la moral del pueblo y la de su gobernante.
<<Nos odian. >> Solía decir padre. <<Nos odian porque todos nuestros consejeros son de familias nobles, vivimos en castillos, vestimos de seda y acudimos a fiestas.>> Recordaba al mismo tiempo que apretaba las manos, procurando sonreír para no resultar grosera a mi pueblo.
<<Pero nosotros no les hemos hecho nada malo, padre.>> Le respondí yo, en su opinión haciendo alarde de inocencia. <<Vos siempre trabajáis para que ellos sean felices. A veces ni siquiera dormís.>>
<<No se trata de lo que hagamos tú y yo, Helena. Se trata de lo que hicieron nuestros antepasados y de cómo su tiranía llevó al reino a la pobreza.>>
La música sonaba de fondo, eclipsada por la euforia colectiva.
Mientras, yo seguía recordando la expresión exasperada de padre cuando pregunté.
<< ¿Qué es tiranía?>>
<<Lo entenderás cuando seas reina. Por ahora solo puedo decirte que es algo malo.>>
<<Si los reyes del pasado fueron malos, ¿Por qué no les demostramos que somos diferentes?>>
La carroza se detuvo ante la catedral. Las trompetas avisaron de que debía bajar, dedicar un saludo al pueblo y entrar en la iglesia para la coronación.
Mientras lo hacía, esforzándome en parecer feliz, reviví las frases con que padre finalizó aquella conversación.
<<Ya es tarde para acercarse a ellos, hija mía. Creen que somos el demonio y que lo hacemos todo por egoísmo, ignorando los problemas que tienen ellos. Por muy devotos que puedan parecer y por mucho que nos esforcemos nosotros en hacerlo bien, todos piensan que deberíamos morir.>>
La ceremonia se volvió eterna, aunque, de algún modo, fue una suerte de reunión familiar. Solo los más allegados a la corona podían presenciar los santos ritos. Mi angustia crecía por momentos.
Durante el proceso, pude respirar hondo, segura de que nadie podría lastimarme en aquel santuario. Los nobles podían ser traicioneros y manipuladores, pero al menos no querían verme muerta. No les convenía tal cosa.
Miré a los miembros de la familia y a los antiguos amigos de mis padres. Todos me habían visto crecer, me conocían y yo estaba segura de estar con gente que me ayudaría. Los únicos dispuestos a hacerlo. ¿Cómo no mantenerlos en sus reales puestos?
—Yo os declaro reina de Yevoglia —anunció el obispo al tiempo que plantaba la corona en mi cabeza, apretando un poco para dejarla fija, previniendo posibles caídas.
Pesaba mucho, igual que todo lo que acarreaba el cargo, pero lo aguanté con dignidad.
Podíamos dar por terminada la ceremonia.
Al salir de la catedral, los vítores y gritos de “hurra” me dejaron sorda mientras que los rallos del sol quemaron mis ojos por unos segundos.
Me confundí tanto que estuve a punto de caer al suelo, causando la preocupación de la corte y, quizás, la del emocionado público.
Traté de recuperarme como pude, manteniendo la compostura dentro de lo posible, pero ya era tarde. Los nervios se contagiaron a todos los presentes y yo, incapaz de fingir que no ocurría nada, creí que aquel resplandor del sol era una señal.
<<Todos piensan que deberíamos morir.>> Era demasiado tarde para quitarme esa idea de la cabeza. En lugar de ver la plaza alegre y abarrotada ante mí, padre y su exigente rostro me increpaba, obligándome a no ser débil.
Sin darme cuenta, di un paso atrás. Me asustaba de mi propio pueblo, agitado por el entorno festivo y, visto ahora, ¿tal vez por mi momentáneo malestar?
Capítulo 18: narra Nino
Cuando eres un niño como yo, huérfano desde pequeño, no puedes evitar tener miedo.
Las personas que nos quieren son pocas, igual que las que se quedan en los momentos tristes. Por eso golpee con tanta brutalidad a aquel niño. Tenía miedo de que por su culpa Dimas pudiera convertirse en el siguiente ser querido en desaparecer.
Seguí a los agresores de Dimas hasta su escondite. No quedaba lejos si sabías moverte por las calles de la capital. Nosotros lo llamábamos “Inframundo” porque sonaba lúgubre, pero todo el mundo sabía que no eran más que cloacas en desuso, llenas de agua estancada, bichos y, ocasionalmente, reptiles de tamaño considerable.
La tapa que debería proteger a los transeúntes de caer en el agujero de la calle nunca estuvo en su sitio. Eso me ayudó porque pude tirarme sin pensarlo, aterrizando sobre uno de los dos agresores de Dimas y volviéndome loco de ira contra ellos. Entonces estampé el puño en la cabeza de uno de los dos. No recuerdo ni sus nombres ni sus caras. Estaba oscuro, pero en el mundo de la calle sabíamos reconocernos. Pero eso me creía yo.
Puede que sea un descerebrado por atacar de esa forma a alguien que no puedo ver, pero ellos reconocieron su culpa.
—¡Déjale, Nino! —pidió el otro con una reconocible voz de pito. Sin duda era el más pequeño de los dos—. ¿Vas a matarlo por Dimas?
Por supuesto que era capaz. Naturalmente que lo era. Dimas era mi mejor amigo. El único que estaba ahí. Si desaparecía me quedaría solo para siempre. Prometí protegerlo.
—¡Nino! Por favor —lloriquea el pequeño—. Te lo ruego. Es lo único que tengo yo.
La vida, desde luego, es irónica. Éramos muy similares, pero por algún extraño motivo, nosotros nos identificábamos como distintos. Incluso como enemigos.
Aunque la sangre se acumulaba en mi cerebro, reuní el poco autocontrol que me quedaba para dejar de golpear al otro niño. Tener la fuerza necesaria para golpear a Dimas no indicaba que tuviese la necesaria para golpearme a mí.
Lo dejé tirado en el mugriento suelo, intentando arrastrarse hacia su amigo mientras se tapaba la nariz. La penumbra le daba el aspecto de un gusano.
—¡Lucas! —corrió el pequeño, lanzándose a sus brazos.
Así vistos, parecían dos corderos degollados en vez de dos abusones de barrio.
—Estáis advertidos. Si no nos respetáis a Dimas y a mí, os mataré.
Ambos giraron las cabezas llenas de serrín. Asintieron confusos. Nuestras respiraciones se confundieron, como en una competición de quién aguantaba mejor el hedor del ambiente.
—Robamos por necesidad —insiste el pequeño, que por lo que veo, al igual que ocurría con Dimas y conmigo, era el más listo—. Nos quedamos huérfanos en la matanza de la reina. No tenemos de qué vivir.
Lo dicho. Tan iguales, pero a mis ojos tan distintos.
Estuve tentado de decirles que no eran las únicas víctimas de aquello. Que eso no les eximía de nada. Pero yo también tenía a alguien más inteligente conmigo.
—En ese caso… ¿por qué no os unís a nosotros?
Dimas habló desde el agujero que daba a la cloaca, sosteniendo una cerilla prendida entre los dedos. Aquella fina luz me permitió ver los rostros de los dos que acababa de agredir. Eran niños normales, como nosotros, de ropas sucias como las nuestras y piel andrajosa. El de mayor tamaño estaba inconsciente y el pequeño nos miraba con los ojos llenos de lágrimas, además de con la nariz congestionada.
Fue ese pequeño quien respondió a Dimas.
—¿Por qué íbamos a hacerlo?
Desde la calle, Dimas encogió los hombros.
—¿Cómo te llamas?
El crio sorbió por la nariz.
—Alex.
Dimas sonrió, satisfecho por la receptividad de Alex.
—Ya sabéis que Nino es el más fuerte, y que protege a los suyos —frotó su ojo herido con el puño—. ¿Por qué no iba a hacer lo mismo con vosotros? Al fin y al cabo, él también es huérfano de la matanza real.
Quise preguntar a mi amigo por lo que pretendía. Yo era fuerte, sí. Pero no quería saber nada de formar una banda en aquel momento. No tenía ganas de liderarla.
—Aceptamos —soltó el pequeño Alex.
Acababa de negociar con Dimas mientras que su amigo y yo estábamos ajenos a las negociaciones.
Visto lo visto, ¿qué dice esto de mí?
Tras leer toca darle al podcast en ivoox, recuerda hay variaciones en relación al texto.
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