Segunda parte
Rumbo al sur
Huimos como cobardes, abandonando a nuestros muertos. Me odié siempre por dejar a mi padre en ese campo de batalla. El único consuelo que nos quedó fue ver el grupo de buitres que acudieron para devorarles y que les llevaría directamente hasta nuestros dioses.
Cuando nos detuvimos, me di cuenta de que tenía un corte profundo en la pierna, sin embargo, el dolor que sentía por la herida no era nada comparable al que se abría paso en mi corazón. Era como si me lo hubieran arrancado, como si me hubieran dejado vacío por dentro. Mael me cosió la herida y ni siquiera me percaté de ello.
Todavía hoy, a pesar del poco aliento que me queda, siento ese dolor sordo y profundo por la muerte de mi amado padre. Dio su vida por mí y no sé si he sabido aprovecharlo. Intento abrir los ojos, sin embargo, no tengo fuerzas para ello y la luz cegadora del sol me impide ver. A lo lejos, él me tiende la mano y me sonríe.
Después de la batalla volvimos a la aldea.
La muerte de mi progenitor fue un duro golpe que mis hermanas no pudieron comprender. En parte me echaban la culpa a mí de ello, sin embargo, fue corriendo de boca en boca mi valentía en la batalla y ellas comenzaron a mirarme con otros ojos. Incluso los más ancianos, venían a pedirme opinión sobre temas relacionados con estrategias militares: ¿Habría que subir más los muros?, ¿Nos deberíamos pertrechar mejor?, ¿Hacemos acopio de armas para futuras batallas? Al final les respondía a cada pregunta, dando opiniones que eran estudiadas y aceptadas con respeto.
Cuando tenía veintidós años, celebré nupcias con Seren. Era la hija de uno de los vacceos fugitivos de Helmantica[8], a la que conocí tras la batalla. Era una chica muy menuda pero con un carácter muy fuerte, a la par que dulce. Vino a traer un poco de serenidad a mi vida.
En mis últimos momentos, con mi postrero aliento, te pido perdón por todo el sufrimiento que te ha causado, Seren, mi amor.
Esos fueros los mejores años, los que más añoro. Al poco tiempo de casarnos, me dio dos hijos extraordinarios, Taranis y Durein, que me aportarían felicidad y preocupación a la par. El mismo año de mis nupcias, los romanos entraron en Hispania desembarcando en Ampurias.
Continué la labor de mi padre con el comercio y aproveché esas ocasiones para generar vínculos con otras aldeas cercanas. El ataque de Aníbal me dejó preocupado. Nuestra tierra era muy fértil y por ello, muy codiciada. Además, la llegada de los nuevos invasores solo añadía un actor más a la contienda. Era conocida la enemistad entre romanos y cartagineses y nosotros estábamos en medio.
— Hay que reforzar las murallas —les dije a los más ancianos.
—No se atreverán a entrar en la ciudad —contestó uno de ellos, confiado.
—Lo harán —sentencié con seguridad.
Conseguí que me pusieran al frente de la defensa. Roma expulsó a los cartagineses de nuestra tierra, sin embargo, eso no significaba nuestra libertad sino que habíamos cambiado de enemigo.
Los nuevos conquistadores eran más ambiciosos y rapiñaban sin piedad. Cuando mis hijos crecieron, les enseñé a comerciar, como ya hiciera mi padre conmigo y les convertí en espías a mi servicio. Siempre pensé que lo mejor para defendernos era el conocimiento profundo del enemigo.
Les adiestré en la lucha y en el manejo del arco. Eran dos jóvenes muy avispados, que manejaban la espada con gran maestría.
—No os separéis nunca. Vuestra mayor fuerza es vuestra unión —les aconsejaba con miedo por las guerras venideras.
Mis hijos, a instancias mías, se adentraban cada vez más en territorio romano. Desaparecieron en uno de esos viajes, dejándome roto por dentro. Según me informaron, fueron capturados por Catón cuando sofocó una sublevación de los celtíberos. Después supe que los habían vendido como esclavos en Roma.[9]
Seren quedó destrozada y, en silencio, me culpaba a mí de su desaparición.
Envié emisarios a los vetones, los vacceos y los celtíberos para que vinieran a defender Toletum. Necesitaríamos toda la ayuda posible para permanecer libres en una Hispania cada vez más romanizada.
En el año 193 un ejército romano, al frente del procónsul Marco Fulvio Nobilior, se encontraba a las puertas de nuestra amada ciudad.
—No podemos dejar que Toletum caiga —le dije al consejo de guerreros reunidos para la defensa.
Y no lo hicimos. El ejército enemigo no consiguió derribar las murallas que habíamos levantado, sin embargo, las bajas fueron cuantiosas y pagamos un alto precio. Estábamos acostumbrados a hacer incursiones entre los romanos para mermar sus fuerzas. Yo lideraba esas razias y llevaba a mis hombres siempre a la victoria, incautando todo tipo de víveres y material bélico, sin embargo, en la última incursión que hicimos nos estaban esperando. Fue una masacre. Mataron a casi todo el grupo y a mí me capturaron. Jamás volví a ver mi ciudad natal.
Me encadenaron y me llevaron con ellos al sur. Sabían que yo era el caudillo que había dirigido la defensa de Toletum, por eso me mantuvieron con vida.
Me condujeron ante el procónsul.
—Me has dado muchos quebraderos de cabeza y ahora lo vas a pagar.
Levanté la mirada, desafiante. En sus ojos vi soberbia y la prepotencia del que se sabe vencedor.
—Mis hombres te llaman Rex[10] —continuó hablando.
Sonreí con sarcasmo, Rex, yo jamás ostenté ningún título, solo fui un hombre humilde que con los años se hizo respetable a los ojos de los demás.
—¿Te hace gracia? —preguntó Marco Fulvio con cara de enfado —no creo que tu destino a partir de ahora sea tan gracioso.
Me sacaron de la tienda a empujones y me llevaron a una cuadra junto con otros hombres. Estábamos hacinados y el hedor era insufrible. Llegó la noche y el frío se hizo insoportable. Yo estaba acostumbrado a dormir bajo las estrellas, pero tenía mis pieles que me ayudaban a combatir las gélidas temperaturas del invierno, sin embargo, me habían despojado de todo y allí no podíamos cubrir nuestro cuerpo. Nos acercamos unos a otros para darnos calor. Allí había hombres de la mayoría de las tribus hispanas. No conocía a ninguno de ellos. A todos mis compañeros de armas los habían ejecutado como escarmiento.
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Mañana más…
[8] Salamanca.
[9] Tras la batalla de Bergium en el año 197 a.C., Catón vende como esclavos en Roma a la mayoría de los celtíberos vencidos.
[10] Según Tito Livio así se le denominaba a Hilerno.














