Este verano os traigo un relato por entregas desde hoy hasta el jueves, espero que os guste.
«Parte 1 – Hilerno – El gran Aníbal»
Todo está ya cumplido. La arena acoge mi cuerpo maltrecho y los buitres llevarán mi alma al mundo de los dioses.[1]
Atrás quedan los días de cosecha al lado del Tagus[2], los viajes a Complutum[3] para comerciar, mi primer amor, los días de paz. Paz ¡Que palabra tan sencilla y tan difícil de conseguir!
Cuando nací me dieron por nombre Hilerno. Mi madre, una mujer amable, me trajo al mundo sufriendo, como no podía ser de otra manera. Mi padre, un hombre rudo, no me conoció hasta que no cumplí los dos meses de edad. Cuando él volvió, ella había muerto de fiebres y mis cinco hermanas y yo nos habíamos quedado solos. La mayor, Imilda, con solo siete años se hizo cargo de nosotros. En la aldea, todos la ayudaron, gustosos. Una vecina hizo de ama de cría y mi padre, cuando me vio por primera vez, lloró dando gracias a la diosa Ataecina[4], por haberle concedido un hijo antes de llevarse a su esposa al mundo de las sombras. En los últimos momentos, desfilan ante mis ojos los recuerdos de esos días tan queridos. Cuando cumplí tres años, mi padre comenzó a llevarme con él. Mis hermanas se quedaban a faenar en el campo y a tejer y nosotros marchábamos a comerciar. Vendíamos aceites y vinos o los cambiábamos por ovejas y cabras. Él me enseñó el difícil arte del regateo. Pasábamos largas temporadas fuera de casa y cuando volvíamos, me enseñaba a cazar todo tipo de animales, desde los pequeños conejos hasta los temidos jabalíes. A veces, mi hermana Kara, se venía con nosotros. Solo era un año mayor que yo y quería ser niño a los ojos de padre, por eso imitaba siempre mis actos y odiaba las vestiduras femeninas.
— Kara, no hay nada malo en ser mujer.
Le decía mi padre con paciencia. A pesar de todo, le enseñó a manejar el arco y la arcóbriga[5], como a mí.
Fueron años de juegos y confidencias, años felices.
Cuando cumplí quince años, en uno de esos viajes, conocí a Eyra, mi primer amor. Era preciosa, de ojos negros y pelo ondulante. Cuando caminaba, sus caderas te hipnotizaban y sus labios eran como fruta prohibida. Su padre era alfarero y su aldea no estaba lejos de la nuestra. Nos veíamos a escondidas cerca de un arroyo. Con ella me convertí en hombre y aprendí a entregarme con pasión.
Sonrío al recordar su mirada, a pesar de que al hacerlo, el dolor es inaguantable por las graves heridas de mi cuerpo y sobre todo, de mi alma.
Se casó con un orfebre de su misma aldea, rompiéndome el corazón. El mismo día que lo supe, vertí mi odio en la espada y la emprendí a golpes con todo lo que se me ponía al alcance. No volví a verla, estaba demasiado enfadado para hacerlo, a pesar de que sabía que el matrimonio se lo impuso su padre y ella no pudo hacer nada por evitarlo.
En los viajes, nos dábamos cuenta de que se avecinaban aires de guerra en las pacíficas tierras de Hispania. Habíamos oído hablar del temido Aníbal y sus tropas.
—Hijo, debes prepararte, por si acaso —me dijo mi padre con temor. Y así comenzó mi adiestramiento como soldado:
—kara, quiero que aprendas conmigo —le dije —si a padre o a mí nos ocurriera algo, tú debes cuidar de nuestras hermanas.
Ella era más hábil con el arco, sin embargo, yo tenía un don con la espada y el escudo. Era como si hubiera nacido para luchar.
Corría el año 2206], el mismo que cumplí los dieciocho, cuando tuve la oportunidad de conocer a Aníbal. Habían llegado algunos vacceos y olcades diciéndonos que el temible general estaba cruzando la meseta. Había sometido a los vacceos y volvía a Qart Hadasht.[7]
—Ha llegado el momento de plantarle cara —dijo uno de los que había escapado del azote de Aníbal — si lo dejamos pasar, después vendrá a por vosotros y no lo podemos permitir.
—No creo que sea conveniente. Hasta ahora nos han dejado tranquilos y así será siempre que los apoyemos —contestó el más prudente de nuestro grupo.
Se estuvo discutiendo hasta altas horas de la madrugada y al final se decidió plantar cara al cartaginés.
Mi padre me dio infinidad de consejos: ten cuidado, no te separes de mi lado, nos pondremos mejor en la retaguardia, jamás pierdas tu arma en combate, reza a nuestros dioses…
Comencé a temblar al pensar en mi primera batalla de verdad. En realidad, era la primera para la mayoría de nosotros. Al fin y al cabo siempre habíamos sido un pueblo pacífico.
Por la mañana, un contingente de unos cien mil hombres estábamos preparados para hacer frente al cartaginés. Jamás había visto tantos soldados dispuestos a morir por su tierra. Sin embargo, las cosas no iban a salir todo lo bien que hubiéramos querido, porque Aníbal era un gran estratega militar y nosotros no estábamos preparados para el enfrentamiento. No teníamos caballería y tampoco la suficiente disciplina como para detener a un adversario de ese calibre. Cuando vi los elefantes, un temor frío se apoderó de mi cuerpo. Mi padre me puso la mano en el hombro y me insufló la valentía que parecía haber desaparecido. Nos fuimos agrupando por aldeas, apoyándonos en el amigo más próximo y eso hacía que no tuviéramos la suficiente unión entre las distintas tribus, haciéndonos más vulnerables. El general situó su ejército justo frente a nosotros y por la noche, sin que lo pudiéramos prever, cruzó el Tagus. Fue una maniobra astuta que nos obligó a atravesar el río por el vado que él quería. No tuvimos ninguna posibilidad de éxito. La zona de paso que nos dejó era muy angosta y, cuando la estábamos vadeando, su caballería arrasó toda la vanguardia de nuestro ejército. Después, los que conseguimos llegar a la otra orilla, nos tuvimos que enfrentar a los elefantes. Casi todos cayeron ante las bestias, que era como si estuvieran poseídas. Uno de esos gigantescos animales venía directo al grupo en el que yo iba, junto a mi padre. Él, cuando se percató de que nos iba a pasar por encima, me empujó y me lanzó a un lado. El paquidermo lo aplastó, destrozando con ello, todo lo más querido para mí. Solo quedó una masa sanguinolenta. Corrí espada en mano y me lancé tras el elefante que había matado a mi padre. Me deslicé por el suelo con la arcóbriga en alto hasta que me encontré bajo su vientre. Tal era la fuerza y rabia que llevaba conmigo que le abrí las entrañas, que se esparcieron sobre mí. El hedor que desprendía era insoportable, sin embargo, para mí era el olor de la venganza. Después continué con la danza macabra, quitando vidas a mi paso.
Sentí un golpe seco en la pierna, aunque no le di importancia.
—¡Debemos huir! —me dijo Mael, un amigo de la infancia.
—¡¡¡He de matarlos a todos!!! —le grité con odio.
Tiraron de mí y me sacaron de allí. Entonces vimos como el odiado Aníbal cruzaba el río con toda su infantería, impidiéndonos reagruparnos.
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Continuará
[1] Según Silo Itálico, los celtíberos consideraban un honor morir en el combate y un crimen quemar el cadáver del Guerrero así muerto; pues creían que su alma remontaba a los dioses del cielo, al devorar el cuerpo yacente el buitre.
[2] Tajo.
[3] Alcalá de Henares.
[4] Diosa de la primavera y fertilidad asimilada a la romana Proserpina y a la cartaginesa Tanit.
[5] Era una espada de hoja pistiliforme y empuñadura de antenas atrofiada, finamente decoradas con damasquinados de hilo de plata. Se conocen sobre todo en la Meseta, tanto en la zona celtibérica como en las necrópolis vetonas.
[6] Año 220 antes de Cristo.
[7] Cartagena.















