«El secuestro de la reina» parte 3, por Marta Caniego

Estamos en el tercer domingo, apenas comenzando esta serial radiofónico.

Capítulo 5: narra la reina Helena

Me arrojan al interior de una de las asquerosas celdas y me atan de brazos y piernas. El suelo está empapado y la viscosa arcilla se adhiere a mi ropa. Por favor que no apaguen la antorcha que hay en la puerta.

—Disculpad las molestias, mi señora —dice el jefe una vez ha terminado de maniatarme—. Pero es para no vernos en la necesidad de encerrarla de por vida en la celda.

Creo recordar que se llama Nino, pero después de todo no sirve de nada pedirle clemencia. Está convencido de que debo estar aquí.

¿Pero por qué no se limita a cerrar la puerta y fundir el candado como siempre se ha hecho con los presos aquí?, ¿Acaso va a dejar la puerta abierta y a tenerme inmovilizada para burlarse de mí?

Nino se vuelve hacia su compañero, que es más siniestro que él.

—Déjanos solos, Dimas. Ocupaos de que los nobles no intentan escaparse a ninguna parte.

Dimas se pone firme y hace una especie de saludo militar.

—¿Dudas de nuestra eficacia? —se ríe sin disimulo.

—Largo —se limita a insistir Nino—. Ya sabes qué hacer. Trae al primo cuando despierte.

—¿Despierte? —enarca una ceja.

—Le he dejado cao.

La estridente carcajada de Dimas podría hacer que se estremezcan hasta los esqueletos de las celdas. Temo a ambos sujetos, pero el larguirucho que parece una comadreja da grima. No me gustaría quedarme así, como estoy, a solas con él.

Me siento aliviada cuando lo veo alejarse. La arcilla mojada del suelo amortigua los golpes de sus botas.

Entonces dejo que mi cara se estampe contra el suelo, olvidando la compostura que de niña me enseñaron a guardar. Estoy agotada y está claro que no van a dejarme vivir.

¿Qué diría mi padre si me viese ahora? Pues creo que lo sé. Sería algo tajante sobre mi incapacidad para actuar como líder o sobre lo impropio que es ver a una reina derrumbada por un salvaje. Para ser exactos, su frase favorita cuando hablaba del pueblo era: “Jamás muestres clemencia ante quienes quieren echarnos de nuestra casa”.

Ahora veo que tenía razón.

—¿Sabes por qué estás aquí? —las palabras de Nino me devuelven a la realidad.

Está sentado junto a mí, con la espalda apoyada contra el blando muro de la celda.

No me apetece responder. Es un intento de burla.

—¿No me has oído? —pregunta con la voz más áspera.

—Mátame —le pido, encogiéndome de hombros—. Está claro que me has arrastrado aquí para eso.

—No tienes ni idea. ¿Acaso crees que tiene sentido matarte aquí abajo? ¿Dónde nadie puede aplaudirme por ello?

<<Quienes quieren echarnos de nuestra casa. >> La frase de mi padre no se marchaba de mi cerebro. Ahora que entendía su significado completo, este se dedicaba a atormentarme.

Ahora también pegué la boca contra el suelo, dejando que mis labios se marcharan de barro. No aguanté mucho el sabor metálico.

—Subí al poder con dieciséis años —empecé a hablar—. Ahora tengo treinta. Llevo catorce años dedicados a mi gente. Monté hospitales, abrí albergues para los pobres, construí escuelas y contraté maestros, saneé las arcas reales… —cerré los ojos, resignada—. La corte se puso en mi contra por ello. Decían que las pobres mentes comunes no estaban hechas para todo aquello, pero yo me empeñé porque quería ayudaros. Quería daros un futuro. Quería…

—…Queríais ser nuestra líder, mi señora —interrumpe, recuperando el tono calmado de antes.

Niego con la cabeza.

—Quería daros la libertad.

—Queríais darnos lo que vos considerabais libertad —noto que levanta mi cabeza, sin dejarme opción a moverla—. Creo que en vuestra cabeza sonaba como una causa noble —utiliza un trapo con olor a pólvora para limpiar la arcilla de mi rostro al mismo tiempo que fija su oscura mirada en mí—. Algo digno de una reina, sin duda. Pero también digno de una tirana.

Otro intento de revolverme que acaba en nada.

—Yo no soy ninguna tirana.

—¿Y si os dijera que os he traído aquí abajo para liberaros? Es decir, ¿y si estáis aquí para que yo o mis hombres os enseñemos lo que necesitáis saber para ser alguien libre?

Ahora sí veo su sonrisa cruel asomando.

—Yo diseñé un plan para que todos los niños aprendiesen a leer, escribir y contar.

—¿Y por qué no diseñáis un plan para que aprendan a coser o sobrevivir en el bosque?

—Eso es demasiado específico para los niños. Todos necesitarán leer y escribir.

—Y todos tendrán ropa que remendar, sitios a los que ir sin perderse, caballos sobre los que montar, casas que organizar…

Todo esto es absurdo.

—… ¿Dices que no es importante saber leer?

—Digo que es arrogante creer que saber lo que necesita todo un reino. No que no sea importante lo que quieres darles.

—¿A dónde quieres ir a parar? —desearía poder girar la cara—. ¿Qué significa todo esto? Mi labor es cuidar del reino. Procurar la libertad y seguridad de todos los que viven en él.

La expresión de Nino se volvió más satírica si eso era posible. Parece que, en efecto, lo era.

—¿Y por qué no la cumplís? —me da una palmada en la mejilla.

—¿Cómo dices? —estoy demasiado cansada para replicar de verdad.

—Mi señora, si os dedicaseis a garantizar la libertad de vuestro pueblo, haríais que fuesen ellos quienes decidan cómo vivir. Vos estáis dirigiendo las vidas de todos en una dirección u otra. Queréis decir qué deben aprender nuestros niños, legisláis qué forma deben tener nuestras familias, tenéis una normativa sobre dónde podemos vivir y dónde no, cómo debe organizarse un negocio, cuánto debemos cobrar por nuestros trabajos… —me señala con el dedo—. Vos, mi estimada reina, sois quien decide cuándo vivimos y cuando morimos —saca el rollo de papel que robó de mi escritorio—. Decís que habéis abierto hospitales desde que reináis, ¿Creéis que eso hará olvidar a la población la masacre que ocurrió el día de vuestra coronación?

Se detiene en seco, como quien acaba de ver algo que no esperaba encontrar, pero me temo que yo tengo la misma cara que él ahora. ¿De qué está hablando?

Tomo la palabra.

—¿Qué masacre?

Como respuesta, deslía el rollo y lo coloca ante mis ojos, de forma que la ligera luz me permita, por lo menos, entrever las frases escritas. Si pretende que lo lea todo, va a conseguir que pierda la visión además de la compostura.

—¿Qué significa esto?

Sujeta mi barbilla, guiándola para que vaya por orden. No me hace daño, pero tampoco me es agradable.

—Que, por lo que veo, ni vos misma sabéis qué pone en los archivos que se supone, solo conocéis vos.

capítulo 6: narra Dimas

Soy consciente de que jamás seré un héroe. No es algo que me inquiete porque no soy un hombre inclinado a mirar las cosas alterado. Tan solo sé que para ser héroe hacen falta unas cualidades de las que yo carezco. O no las tengo de la manera que todos entienden.

A ver, para ser un héroe hace falta creer en una causa y estar dispuesto a morir por ella, capacidad para sacrificarse por los más débiles, los seres amados y, básicamente, por cualquiera que te lo pida, actuar movido por el corazón, ser atractivo y estar muerto. En especial estar muerto.

¿Qué me ocurre a mí? Pues es fácil de entender. Primero, ni estoy muerto ni tengo intención de estarlo. Segundo, no soy atractivo. Tercero, yo no me sacrifico por humanos. Y cuarto… sí. Creo en una causa y estaría dispuesto a morir por ella hasta cierto punto. Puedo aceptar quedarme en coma, pero ir más allá significaría estar muerto y, como he dicho al principio, no me apetece estarlo.

—Eh, Dimas —me llama uno de los reclutas más jóvenes del grupo BASTA—. El primo de la reina ha resucitado. Deberías conocer a su madre.

Me rasco ambas manos. Me pican siempre que escucho mencionar a un noble.

—¿Por qué no? Pero solo un ratito —le guiño un ojo—. Nino quiere que le lleve al primo.

Nino sí tiene madera de héroe, aunque todavía respira. Es ese tipo de hombre atractivo y rudo que atrae a las mujeres con su gallardía, valentía, don de la palabra y los traumas infantiles que tan humano le hacen parecer. De sus dotes amatorias no tengo datos, pero estoy seguro de que es muy masculino… vosotros ya me entendéis.

El joven recluta y yo subimos las escaleras de acceso al castillo. Es un edificio digno de cuento de hadas con sus torrecitas blancas, los tejados con forma de cono, las ventanitas arqueadas… a veces me cuesta creer que fui yo quien le dio la idea a Nino para crear la organización.

—Por aquí —me indica el vigoroso recluta—. Es el aposento que hay en lo alto de esta torre —señala la entrada a una de las miles que tiene el castillo—. Es la más grande.

—¿Más que la de la propia reina? Esto será divertido.

Como os iba diciendo, sí. Yo convencí a Nino de que formase un grupo armado para luchar contra el régimen real cuando no era más que un mocoso harapiento que recorría las calles de la capital en busca de alguien a quien robar la bolsa de monedas. Era un angelito adorable que encandilaba a todo el mundo y yo me asemejaba más a un monstruito del que la gente huye. A mí nadie me seguiría de no ser por él. A veces el poder no se basa en ser carismático, sino en saber usar a un idiota carismático. Y yo tenía a un idiota que, además de carisma, tenía sed de venganza por la muerte de sus padres.

Al final, eso es lo que nos diferencia a Nino y a mí. De lo contrario sería él quien vendría a hablar con la verdadera gobernante del reino.

Pero como las cosas son lo que son, él prefiere atormentar a la culpable de aquel viejo asesinato.

Llamo a la puerta. Quizás haya sido brusco. No importa.

—¿Quién va? —pregunta una voz acatarrada.

Desde luego, no es lo que esperaba.

—Vengo a hablar con Dorotea de Ica. No sé si eres tú, pero conviene que abras.

La vieja pasa que apareció en la entrada llevaba un traje sencillo y nada de maquillaje, ni caro ni barato, en la cara. O a la dama Dorotea no le gustaba que sus sirvientas fuesen más guapas que ella o el trabajo a su servicio era tan tedioso que desfiguraba la cara.

Incliné la cabeza.

—Condúceme ante tu señora.

—La señora no quiere recibir a nadie.

Me sorprende que esta gente siga creyendo que tiene capacidad de decisión.

Empujo a la anciana y entro en la habitación. He visto sistemas de seguridad poco efectivos, pero poner a una octogenaria a cuidar la puerta es algo que supera mis expectativas.

—Dorotea de Ica, ¿verdad? —inclino la cabeza ante la mujer que tengo delante.

Está vestida de terciopelo azul y tocada por un velo blanco calado que les llega a los pies. Su pelo es gris, pero no por ello feo y su cara tiene las típicas arrugas de su edad, pero se mantiene fresca. A su modo, es atractiva.

Lo reconozco, inspira respeto. No ocurre lo mismo con el pelele de su hijo, que aguarda detrás de ella, plantado como un pasmarote que no sabe en qué día vive.

Ante su falta de iniciativa, doy palmaditas como se hace con los niños.

—Sé bueno, muchacho. Abajo hay un chico que te va a llevar con tu prima. No nos obligues a partirte las piernas.

—¿Qué queréis de él? —pregunta la madre, interponiéndose entre su hijo y yo.

Ahora ya no parece tan peligrosa. En el fondo, los hijos son un punto débil.

En parte es por lo que yo no los tengo.

—¿Estáis segura de querer poneros en riesgo, dama Dorotea?

Por el modo que tiene de encoger los hombros me hace captar algo interesante. Una sombra de indiferencia mal disimulada.

Esta mujer es tan rastrera como yo. En el fondo, su pequeño le importa lo justo. Solo lo tuvo como quien cría un caballo. Le sirve de utilidad mientras pueda utilizarlo para llegar a todas partes. Ni más ni menos.

Sonrío al muchacho. Parece un corderillo acobardado por la pajarraca de su madre y por mí.

—Sé bueno, muchacho —le indico la salida—. Los mayores tenemos que hablar.

Capítulo 7: narra Nino

—Podéis negar la realidad todo lo que os plazca. Pero eso no va a borrar lo que ocurrió aquel día.

La reina Helena continúa forcejeando. Sabe que no puede soltar las ataduras que la mantienen prisionera, pero pone toda la resistencia de que es capaz. El comportamiento de algunas personas es así de inútil.

—Es mentira —tiene lágrimas en los ojos—. Es mentira. No te creo.

—No te lo digo yo —cruzo los brazos, conforme—. Ya has leído la verdad.

—Pues es falsa.

Me apetece sentarme. A ver si dejándola se calma sola. Por lo menos me quedaré más cómodo yo.

—Que no me creas a mí es una cosa —puntualizo—. Pero que no creas a tu familia… tenéis un problema serio, mi señora.

—Eres un torturador —se pone a llorar—. No me toques.

Ahora empieza a delirar. ¿Dónde se han metido Dimas y ese príncipe medio tonto? Deberían haber llegado hace rato. No podré controlar los berridos de Helena mucho más tiempo.

—¡Callad! —le ordeno. Ella no me hace el menor caso—. ¡Os digo que calléis! No os estoy tocando.

El llanto de Helena es tan exagerado que le cuesta respirar. Aquí abajo no hay tanto aire y, para colmo, ella tiene las manos atadas a la espalda. Tengo que hacer algo o ella corre peligro de ahogarse.

—¡No te acerques! —reacciona cuando la tomo por los hombros, incorporándola—. ¡Déjame!

Está cerca de golpearme en la cara, pero sus movimientos son torpes y no puede actuar como desearía. No negaré que eso es una fortuna para mí.

—Tranquilizaos —desenvaino la navaja que guardo en el cinturón—. Sé que me voy a arrepentir de esto, pero no deseo que os pase nada.

Corto las ataduras, la cuerda cae en trozos manchados de barro y la reina se hace un ovillo, soplando sobre las rozaduras de sus muñecas para curarlas.

Hay algo en su imagen que trasmite cierta ternura. El vestido elegante lleno de capas sucias, el cabello medio deshecho por mi culpa, los pies descalzos y sus ojos enrojecidos… la luz de la antorcha tiene algo que le da un aire misterioso, oculto bajo esa fachada de mujer débil.

Se queda callada, mirándome con cautela. Sabe que puedo matarla y también liberarla. Escapar no es una opción para ella. Ahora no.

—¿Qué buscas aquí en el palacio? —se aventura a preguntar, clavando sus oscuros ojos en mí—. Tú no eres de los que piden rescates.

Niego con la cabeza. Por supuesto que no lo soy.

—Me temo que solo quiero hacértelo saber —respondo al mismo tiempo que me quito la cazadora.

Y no lo diré alto, pero también he asaltado el palacio y montado toda esta parafernalia, movido por la locura. Siempre he tenido curiosidad por saber si la reina fue la culpable de la muerte de mis padres y ahora que sé que no lo es… no puedo evitar pensar que sigue siendo tan hermosa como aquel día de hace catorce años.

Arrojo la prenda de abrigo a los pies de ella, seguro de que no la aceptará.

—Una vez leí un cuento donde asesinaban al rey con una capa envenenada —es todo lo que dice.

Me encojo de hombros.

—Llevo usándola mucho tiempo. No necesito destrozarla para mataros.

No me queda claro por qué, pero eso logra hacer que se decida a agarrar la cazadora. Cautelosa, sí, pero el caso es que termina por echarla sobre sus hombros, envolviéndose en ella.

Se acurruca contra la otra pared de la celda, igual que una niña pequeña. Ahora su expresión está de otro humor.

—Mi familia no es culpable de aquella matanza, Nino —insiste ella—. Por más que esa carta diga que mi tío dio la orden, no lo hizo para haceros daño.

Sonrío. Por lo menos empieza a reconocer que sus parientes tuvieron algo que ver.

—Creo que mis padres no estarían muy de acuerdo con vos.

—Hablo en serio —se arrastra por el suelo, acercándose un poco donde estoy yo—. Mi abuelo fue asesinado en un acto de masas, mi padre vivió toda su vida con miedo y yo… creo que simplemente no soporto estar cerca de nadie que no comparta mi sangre —sabe que lo que acaba de decir es muy injusto.

Aquí estamos, sentados uno al lado del otro. La reina y el revolucionario, la nobleza y el pueblo. Somos representantes de dos estamentos condenados a odiarse y, por lo que parece, a matarse hasta el fin de los tiempos.

Y, sin embargo, parecemos dos borrachos que acaban de entrar en fase reflexiva.

—¿Qué os ha hecho vuestra gente? Todo el reino estaba en la plaza de la catedral ese día… para homenajearos —simplemente no podré entenderlo ni aceptarlo—. Os lanzamos flores y a cambio, vuestros soldados nos dispararon a todos.

Helena baja la cabeza. Se toma unos segundos para pensar lo que quiere decir. Es inteligente, pero no parece acostumbrada a hablar, en general. Se le da mejor quejarse, esconderse y atacar cuando se siente amenazada. Es puro instinto de supervivencia.

—Nino… ya te lo he dicho. Mi abuelo murió asesinado por el pueblo. Da igual lo que intentemos hacer, lo mucho que queramos ayudaros o lo mucho que nos enfrentemos a los privilegios de la nobleza… para vosotros siempre seremos monstruos con corona —cierra los ojos, pero no derrama ni una lágrima—. Siempre seremos el enemigo para abatir… y por eso buscamos gente que nos proteja, ante la menor duda.

—¿Te refieres a tu tío Rodolfo? —está claro que sí—. El hombre que dio la orden de dispararnos cuando tú entraste en pánico y te desmayaste…

Me da asco porque es una cobarde. La desprecio por todo lo que es y lo que representa. Tal y como ha dicho, es un monstruo con corona y vestido bonito que se pasea por palacios de cuento de hadas buscando a su príncipe. La odio.

Pero también la compadezco, porque yo habría hecho lo mismo que hizo su tío si sintiese que un familiar estaba amenazado o corría riesgos de estarlo.

—Tu tío mató a mi familia y a cientos de personas en un rato porque te desmayaste —ladro—. ¿Qué clase de protección es esa?

Helena abre los ojos. Parece que vaya a caerme dentro de ellos.

—Te contaré una historia.

Tras leer toca darle al podcast en ivoox, recuerda hay variaciones en relación al texto.

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Laki

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About Galiana

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