«El secuestro de la reina» parte 2, por Marta Caniego

Segundo domingo, segunda parte de «El secuestro de la reina».

Segunda parte

Capítulo 2: narra la reina Helena

Creo que nunca he podido dormir de verdad. A veces miro a mis damas y las oigo respirar tranquilas. No abren los ojos en toda la noche y, aunque a veces se remueven un poco, se les pasa en seguida.

Por el contrario, yo siempre paso las noches entre pesadillas, despertándome cada dos horas. Si cierro los ojos escucho la voz de mi padre diciéndome que estoy sola, que todo el mundo querrá matarme haga lo que haga. Por más que intente beneficiar a mi pueblo, vendrán a matarme en cuanto puedan.

Ahora lo entiendo. Esta noche, una multitud furiosa, armada con ballestas, espadas y mosquetes ha escalado el muro que hice construir alrededor del palacio para protegerlo. Mi hogar se ha convertido en una ratonera de la que ninguno podemos salir. Por primera vez en mi vida no tengo a nadie a mi lado. Mi primo Casio y mi tía Dorotea están encerrados en algún lugar junto a mis damas, lacayos y el resto de los cortesanos mientras yo estoy aquí. Arrinconada en una esquina de mis aposentos privados, vestida solo con el camisón y una fina bata aterciopelada… no tengo ni zapatos, mientras un hombre desaliñado que huele a pólvora se sienta en mi escritorio y utiliza mis cosas para escribir como lo haría yo… incluso acaba de utilizar mi sello de lacre.

¿Acaso esto es una broma de mal gusto? Siento que me falta el aire.

¿Qué será de mi familia?

—¿Por qué? —pregunto por fin.

Él se toma su tiempo en responder. No dudo de que está disfrutando de la situación.

—Tenéis lengua.

En sus labios, el tratamiento real parece un chiste malo. Ni siquiera se ha dignado a mirarme.

Sé que debo hacer algo, ¿pero ¿qué?

—¿Vas a matarme?

Por fin se gira. Su corta barba está más cuidada de lo que esperaba, aunque lo que más llama mi atención es la finura de sus rasgos. ¿Dónde he visto antes una cara angelical como esta?

—¿Deseáis la muerte, mi señora?

No resulta muy convincente, pero trato de mantenerme erguida en mi posición. Apoyo la espalda contra la pared y trato de incorporarme, poco a poco.

—No toquéis a mi familia —exijo, aguantando la necesidad de respirar con más fuerza. No podré mantener la compostura mucho tiempo.

Él se ríe de una forma que se me pone el vello de punta. Creo que me falta demasiada información.

—¿Qué les habéis hecho? —insisto, temiendo lo peor.

—Nada, todavía —alza un dedo, como si me estuviese dando indicaciones—. No les ocurrirá nada siempre y cuando colaboréis.

—¿Colaborar? —alguien más fuerte estaría riéndose—. ¿Contigo?

Ahora no se está divirtiendo. Tal vez sea que no esperaba reticencias de mi parte o, quizás, simplemente le parezco una enclenque de poca monta.

—Con tu pueblo —de su mano, emerge un papel en forma de rollo, atado con un lazo rojo.

Parece una de mis cartas archivadas. Sí que ha sometido mi correspondencia a un buen registro.

De estar aquí, mi padre se pondría furioso. Yo debo estar furiosa. ¿Quién es este hombre para rebuscar entre mis cosas, leerlas sin permiso y encima robar una de ellas?

—No.

Tampoco se inmuta ante la negativa. Se limita a agarrarme del cuello con su mano libre y apretar un poco. Lo justo para que yo note la falta de aire.

El pánico regresa a mi ser, invadiéndolo todo. Mis manos tiemblan y no son capaces de aflojar su agarre. Por más que me esfuerce en golpearlo o arañarlo, él no me suelta, pero tampoco hace que la falta de aire vaya a más. No entiendo qué es esto.

—Majestad… —es la enésima vez que se burla de mí—. Por vuestro bien mental y por el de los vuestros. No queréis que de vía libre a mis hombres para que se dejen llevar —acerca el rollo de papel a mi cara—. Son muchos años de miseria, ¿no queréis que ganemos todos?

El lazo rojo está deshecho. Ha leído el contenido y, sea lo que sea, parece muy interesado en que yo lo recuerde.

El poco control que me queda en las manos me permite tomar la carta con la suficiente firmeza para no dejarla caer. El hombre asiente satisfecho y, de golpe, libera el agarre de mi cuello. La sensación de volver a respirar sin miedo es curiosa, porque continúo notando el calor de su mano en mi piel.

Alguien llama a la puerta.

—¡Os he dicho que no me molestéis! —grita, autoritario.

En vez de la obediencia esperada, alguien irrumpe a toda prisa en la habitación, topándose con la imponente figura de mi captor y buscando con la mirada, desesperado, la mía.

Aferro la carta, emocionada al verle sano y salvo, aunque en ropa de dormir.

—¡Primo Casio!

—¡Helena!

Corro para abrazarlo. Necesito saber que no es una visión.

Pero mi carcelero lo impide, atrapándome por la espalda y arrojándome, de nuevo, contra el rincón de la pared.

El golpe duele, pero duele más ver la actitud amenazante que adopta con Casio.

No es que este desconocido sea muy corpulento, peor lo es más que mi pobre primo. Casio es lo más parecido a una rama de árbol que puede haber entre los humanos.

—¿Cómo has logrado salir de tu habitación?

Casio no se amedrenta.

—Conozco mejor los pasadizos de mi casa que tú.

—Y acabas de revelarme que hay pasadizos —se ríe con sorna.

Mi primo cambia de cara, sin comprender. Tampoco es que sea muy listo.

—¿Cómo?

El desconocido le da un puñetazo en la nariz y luego otro en la cabeza, dejándolo inconsciente y con un hilo de sangre manchando la alfombra. Me quedo petrificada.

El rollo de papel cae de mis manos, pero es recogido por mi captor, quien se limpia la mano salpicada de sangre en sus oscuras ropas de cuero. Ahora no me parece que su rostro sea tan angelical.

—Vais a venir conmigo —me espeta, sin dejarme apartar la vista de la carta—. Os guste o no, mi señora.

Capítulo 3: narra Nino

Es protestona la reina. Se queja incluso cuando rebusco en su armario para darle unas botas de andar.

No es que me importe que pueda enfermarse, pero no me apetece escuchar posibles quejas sobre las enfermedades que pueden tenerse por soportar mucho frío. La veo capaz de eso y más.

—¡He dicho que me sueltes! —brama hecha una fiera.

Incluso me abofetea cuando intento levantarla para echarla sobre mi hombro. Es divertido ver a una reina perder los estribos, pero inútil tanto para ella como para mí. Es consciente de que ahora mismo no está en condiciones de resistirse a nada y, si lo intenta, acabará perdiendo.

De modo que la saco a rastras del palacio. No hace demasiado frío, pero la madrugada de otoño no es para personas débiles. Ya veré que hago cuando su agitación se convierta en melancolía y la melancolía, en castañeo de dientes.

—¿A dónde me llevas? —golpea mi espalda, sin producirme más daño que el que haría una cría de gato.

Creo que me he desorientado con tanto alboroto.

—¿Sabéis bajar al calabozo?

No me cabe duda de que su majestad se sintió espantada al oír eso. Empezó a retorcerse sin control, ahora no solo intentando atacarme.

—¿Qué te he hecho yo? —se aventura a preguntar, poseída por la furia —. ¡Exijo que me dejes libre!

Es indiferente si ella no quiere decirme dónde están las celdas. Sé que la entrada está fuera de la fortaleza, oculta en algún rincón de los jardines. Si no la encuentro yo, mis hombres no tardarán en hacerlo.

—Haréis mejor en callaros, mi señora —esto es un juego de niños de los que dan risa—. Por vuestro bienestar físico.

Mi fiel Dimas, el más serio de mis hombres, se acerca a nosotros atraído por el escándalo de la reina Helena. Ya sé que va a decir antes de que abra la boca, pues su mayor virtud es esa. La de comportarse en cada momento con la seguridad de quien sabe lo que hace. Él, con su constitución flacucha, no es el mejor elemento para enviar a la lucha, pero sí para hacer trabajos de exploración que requieran sigilo.

—Habla, amigo.

—Es por allí, Nino —señala con un dedo demasiado alargado—. Junto al sauce.

—¡No! —grita la reina, presa del pánico—. Os lo suplico.

Como indica Dimas, la entrada a las mazmorras está construida en hierro y piedra, pero da la impresión de hundirse en el suelo verde, adentrándose en otro mundo.

Las frondosas cortinas que forman las ramas del sauce impiden que los extraños descubran el lugar, disimulándolo hasta cierto punto. Seguro que es el típico sitio lúgubre al que no dejan acercarse a los niños nobles, advirtiéndoles de que es la entrada al infierno o de que allí vive una bruja.

En mi caso, que cuento con la ayuda de mi grupo para atormentar a los miembros de la corte dentro de sus aposentos, este lugar me servirá para estar a solas con su majestad Helena.

—Sígueme, Dimas. Quiero que me ayudes con una cosa. Abre la puerta.

Y Dimas obedece, descubriendo un universo oscuro donde las paredes de arcilla están humedecidas por el agua filtrada. El ambiente es todo lo que podría esperarse de un lugar donde se deja morir a los reos o, también, se les tortura para que confiesen sus crímenes.

—Déjame ir, por favor —implora la reina, pasando a clavar las manos en las blandas paredes del pasadizo.

Tengo más fuerza que ella, por lo que no tarda en soltarse. Ignoro si se hace daño en las manos. Lleva histérica tanto rato que ya no distingo los motivos.

El pasadizo es profundo y a medida que bajamos, descubrimos que hay algunas antorchas a medio apagar que iluminan los barrotes de las celdas donde algunos prisioneros nos miran pasar con curiosidad, la mayoría moribundos o enfermos. Algunas celdas contaban con huesos humanos a medias de descomponerse.

—¿No hay guardias? —enarco una ceja. Es extraño.

Dimas, que abre la marcha, se encoge de hombros.

—Me temo que se limitan a fundir los candados y a encerrarlos de por vida —explica con indiferencia, mostrándome una de las cerraduras, totalmente sellada—. Ninguna puerta puede abrirse una vez la cierran —la penumbra le da un aire más siniestro—. Pero más abajo he encontrado algunas libres. Creo que pueden servir a nuestra invitada.

Recuerdo el pergamino que he ocultado entre los pliegues de mi ropa. Reconozco que me da cierta lástima el sufrimiento que está experimentando la reina Helena. Puedo sentir su cuerpo tenso contra mi espalda y escuchar sus lamentos, cada vez más silenciosos. Los lamentos de alguien que se siente inocente de verdad. Ella cree que no ha hecho nada.

Pero es consciente de que diga lo que diga, no servirá de nada. Y eso que aún no sabe nada.

Capítulo 4: narra primo Casio

—Debo tener el hijo más tonto del reino.

Con esas palabras me recibe mi querida madre al despertar. No dice, “¿Cómo estás, hijo”, ni tampoco le interesa saber si me sigue doliendo la nariz?”

Le importa lo estúpido que pueda ser.

Abro los ojos. Quien está lavando los restos de sangre que quedan en mi piel es una anciana. La misma mujer que se ocupa de peinar a mi madre todas las mañanas. Por lo menos ella intenta sonreír.

—Intentaba ayudar a mi prima, madre —aparto a la anciana y me incorporo sobre la cama.

Esta habitación también es la de mi madre. El dosel de la cama y el escudo de armas familiar por todas partes es un indicador infalible. Es como si ese heráldico cuervo coronado con espinas nos vigilase a todos.

—Y en vez de hacer algo inteligente y escapar para pedir ayuda, vas a la boca del lobo —aplaude parsimoniosa, sin levantarse del tocador—. ¿A quién has salido tú?

Esa es Dorotea de Ica, tía de la reina y mi madre. Aunque con el pelo gris canoso, sigue siendo la hermosa mujer que una vez se desposó con el hermano menor de mi tío, el difunto rey. Es la noble con más propiedades del reino y con más influencia directa en los asuntos de la prima Helena, pero no se conformará jamás con eso.

—Madre, ¿a quién puedo pedir ayuda?

Ella gira la cabeza, lo justo para verme por el rabillo de sus ojos serenos.

—Hay dos milicianos vigilando la puerta —se detiene a respirar—. ¿Quieres bajar la voz?

La mayor experta en conspiraciones. No quiere ser la reina y tener que dar la cara por todo lo que pase a su alrededor. En vez de eso, que la obligaría a ensuciar sus preciosas manos perfumadas de rosas, prefiere que sea yo quien haga de cabeza de turco para que ella haga y deshaga a su antojo. De no ser por lo mucho que ama a prima Helena, creería que todo lo vivido la ha dejado sin sentimientos.

Obedezco, pasando a ponerme en pie y caminar, evitando que el mareo me mate, hasta quedarme junto a ella. Puedo ver reflejado en el espejo el parecido físico que hay entre nosotros, pero nada más.

—¿Has podido ver qué quería el asesino que está con Helena? —pregunta en un susurro.

Niego con la cabeza, vigilando que la vieja sirvienta se quede en el otro extremo del aposento.

—Solo sé que tenía una carta antigua en las manos.

El detalle interesa a mi madre, quien entrecierra los ojos cuando percibe que algo no encaja.

—¿Qué carta?

—No estoy seguro, pero tenía el sello de lacre de…

Me quedo callado. No está permitido decir el nombre cuando puede haber gente escuchando. Mi madre tarda un instante en entender mi repentino silencio, pero cuando lo hace se le cae un frasco de perfume de las manos. El recipiente no se rompe, pero su contenido se derrama por el tocador sin que nada lo detenga. La intensa fragancia no tarda en subir a mis doloridas fosas nasales.

—¿Qué hacía esa carta en el archivo privado de tu prima?

Niego con la cabeza. Ahora no soy tan mal estúpido como todos piensan en la corte.

—No lo sé —pongo una mano sobre su hombro—. Pero si se la enseñan a Helena, puede que malinterprete todo.

Así es la corte. Unos reinan mientras otros gobiernan.

—No son asesinos normales —mi madre está cerca de arrancarse la cabellera—. No han venido a matar a tu prima.

Debería sentirme aliviado, pero no lo hago.

—¿Es tarde para actuar?

—No nos van a dejar hacerlo —responde, derrotada—. Helena empezó a comportarse como su padre y esta gente va a ocuparse de que eso siga siendo así.

Tras leer toca darle al podcast en ivoox, recuerda hay variaciones en relación al texto.

🎙 🎧 👇🏻

Laki

Avatar de Desconocido

About Galiana

Escritora, bloguera, podcaster, enamorada de todo lo que huele y sabe a Cultura
Esta entrada fue publicada en "...Y Cía", El secuestro de la reina (serial radiofónico), Literatura, Marta Caniego, Narrativa, Podcast, Podcast Literarios y etiquetada , , , . Guarda el enlace permanente.

Deja un comentario