«Oficio de tinieblas» por Pilar Rodríguez (@PilarR1977): «Alba» (III), el final se acerca

PARTE 3

A Carmina le sorprendió que, como todas las mañanas, Arabela no golpease su puerta para anunciar que había vuelto a casa. El leve rumor de sus pasos, inaudible para el oído humano, le había confirmado su presencia en la casa. Conocía los hábitos de su hermana y, si bien era capaz de desnudarse sola, deshacer los lazos del corsé era sólo una excusa para disfrutar por unos instantes de su mutua compañía, de su conversación, ya acabados los afanes de la madrugada. Tras tantos años como amigas, confidentes y compañeras de innumerables madrugadas, Carmina sabía que, para Arabela, ella era algo más que una hermana de sangre. Por costumbre, murmuró una oración, agradeciendo a Santa Gema que velase la noche de su hermana mayor: era un gesto pueril, sin sentido para ella, tomado, sin embargo, de las costumbres de Arabela, aún creyente. Comprobó los postigos de las ventanas de su dormitorio y cruzó el pasillo hasta la habitación de la condesa, deteniéndose ante su alcoba cerrada; extrañada, notó un leve resplandor apenas intuido, una suave luz bajo la puerta.

—Ara, ¿está todo bien, querida? ¿Necesitas ayuda para acostarte?

—Marcha a descansar, Carmina, no te preocupes.

Carmina bajó el picaporte y comprobó que Arabela lo había bloqueado desde el interior. Y…, ¿qué era ese redoblar, ese repicar que le dañaba los oídos y le erizaba el cabello?

—Dije que marchases, Mina —insistió.

—Hermana, ¿qué ocurre? Déjame entrar, por favor.

Escuchó Carmina el chasquido del pestillo. Dentro, vislumbró la silueta de la condesa perfilada contra los primeros resplandores del día. Se acababa esta de deshacer el moño, pues sostenía en la mano derecha el alfiler de madera que solía sujetar sus rizos oscuros, que, enredados casi hasta la cintura, comenzaban a aposentarse, leves, esponjosos, tras la prisión del recogido. A pesar de los años, la inhumana belleza de Arabella seguía hechizando a Carmina como aquella primera madrugada, ya lejana, cuando…sonrió y buscó sus ojos negros, siempre cariñosos, siempre alegres sólo con verla, para encontrarlos brillando con un fulgor nuevo y grave.

—Entra y cierra, Mina —ordenó.

La luz del sol no mataría a una Antigua como Arabel a, pero Carmina sabía de la escasa querencia de su hermana por la claridad, de ahí su extrañeza al descubrir que no había corrido del todo los cortinones de terciopelo y, ni mucho menos, asegurado los postigos. La luz del alba, aún fría pero ya brillante, consciente de su triunfo sobre las sombras, comenzaba a enseñorearse de la pulcra alcoba, lamiendo las alfombras y deslizándose hasta los pies de la cama.

—¡Virgen Santa! —murmuró Carmina, persignándose.

Una criatura de pecho bullía sobre el lecho aún intacto de su hermana, una hembra humana, una niña que gorjeaba desnuda, agitando los brazos en el aire. Bajo la cama, asomaba un pedazo de tela mugrienta, apestosa.

—La aseé un poco con el agua de la palangana —explicó Arabela con voz cansada—.Está hambrienta.

—Ara, es una niña, un bebé humano. Vivo —susurró.

Los largos dedos de la condesa se alzaron con un gesto cortante.

—Por Dios, hermana, no oses siquiera pensarlo. No añadamos más pecados a nuestra condena.

La mirada gris de Carmina se intuyó entre las espesas pestañas. Despacio, midiendo sus pasos, se acercó a la cama. Permaneció quieta un instante, las pupilas dilatadas. Con elegancia, con los modos de un depredador, su cuerpo se estiró sobre el bebé.

—Tiene un corazón fuerte —murmuró —. Se escucha desde la entrada. ¿A qué huele?

—A sucio, supongo.

—No. —Elástica, se agachó y olisqueó la piel desnuda de la criatura. Cuando alzó la mirada hacia Arabella, sus ojos lucían argentados.

—Es una Iniciada. Lleva la marca de lo inhumano en su alma. ¿De dónde la has sacado? ¿Qué ha visto?

—De un pozo de miseria, de ver demasiado para lo joven que es.

—Su alma es antigua, hermana — siseó.

—Quizás, pero ahora mora en el cuerpo de una criatura de pecho.

—Es bonita —. Aún tibios por el alimento de la madrugada, los dedos de Carmina rozaron la mejilla de la niña; respondió la chiquilla con el esbozo de un gesto que bien podría haber sido una sonrisa —. Has hecho bien en traerla: la compartiremos.

—Carmina… — advirtió.

—¿Vas a venderla acaso? ¿Para untos y elixires? Si ese es el caso, podremos sacar unos buenos reales.

Los miembros de la condesa se estiraron con fluidez antinatural para arrancar al bebé de las caricias de Carmina. Esta parpadeó confusa y, tras un instante, se volvió hacia su hermana.

—¡Ara! ¿Qué estás haciendo?

—¿Te has vuelto loca? —Guiada por un recuerdo antiguo, por un instinto anclado en lo más profundo de su alma, aferró el pequeño bulto vivo contra su seno—. ¡Por el amor de Dios, Carmina, no creerás que la he traído para devorarla!

—Si, eso digo yo, “por el amor de Dios”, ¿qué quieres hacer con ella? ¿Vamos a venderla entonces?

—¡No, no! ¡No se ha librado de una muerte segura para acabar destripada!

Carmina se sentó al borde de la cama. La luz del día la rodeó, confiriéndole el aura de un ángel; sin embargo, sus ojos brillaban casi rojizos.

—¿Vas a quedártela? ¿Es que deseas jugar a las casitas? ¿Ella y nosotras? —murmuró, su voz levemente burlona.

—Lo que haga con esta criatura es mi asunto, hermana.

—¿Quieres una mascota, entonces?

—No, por Dios, no —la chiquilla gimoteó, molesta por la fuerza de su abrazo— ¡Es una niña, una niña humana, no un animal!

Carmina sonrió. Se incorporó con la dignidad de una reina y caminó hacia Arabela.

—Conviértela pues, Ara. Tendremos una niña preciosa, inmortal. Seremos por fin una familia; nunca más tú y yo solas. Cazaremos para ella, la cuidaremos.

—Has perdido el juicio. Lo que sugieres está prohibido por las leyes de dioses y hombres. Condenaríamos nuestras almas definitivamente.

—¿Más? —rió Carmina —Lo poderosa que eres y lo sentimental y ñoña que puedes llegar a ser, Ara —El gesto de la inmortal se tornó hielo—. Dámela y déjate de tonterías. Si te da apuro, vete y duerme en mi lecho: cuando despiertes ni te acordarás de ella.

Arabela agachó la cabeza. Otra vez esos ojos castaños y puros, los ojos de su madre, de una chiquilla humana sin nombre. Y sin embargo, la condesa entrevió algo en aquellas pupilas desenfocadas: sabiduría, fuerza y amor. Y una súplica sin palabras.

—Déjalo, Carmina, vete a la cama. Ya veré qué hago con ella —comenzó, sus labios curvados con ternura, incapaz de apartar la mirada de la chiquilla—. La llevaré a un convento, la…

—¡Oh, ya basta!

El instante de un parpadeo.

Frente a frente, las miradas de las mujeres se encontraron, velados los ojos de Carmina, horrorizados los de la condesa.

—Pero… ¿qué has hecho, Arabela? — Un suspiro, sin rabia, sin dolor, sólo sorpresa.

El alfiler de cabello se había hundido en el pecho de Carmina y apenas un hilo de sangre manchaba los dedos de Arabela. Aún lo sostenía con fuerza, aún lo enarbolaba como improvisada arma para defenderse del ataque por sorpresa de su Hermana. La piel de Carmina tornó gris, terrosa. Sonrió con sus últimas fuerzas, formando sus labios una frase.

“…mejor tú que cualquier otro…te querré siempre, hermana”.

Ahora dale a la ilustración para escuchar el podcast, recuerda que no son iguales, incluyo alguna variación.

🎧🎙👇

@PilarR1977

Avatar de Desconocido

About Galiana

Escritora, bloguera, podcaster, enamorada de todo lo que huele y sabe a Cultura
Esta entrada fue publicada en "...Y Cía", Alba, Oficio de tinieblas, Pilar Rodríguez, Relatos y etiquetada , , , , . Guarda el enlace permanente.

Deja un comentario