Dicen que deberíamos aprender de los animales. Hoy toca enseñar a mi chica a comportarse como una.
La perra
—¡Perra! —exclamo no con mucha elevación de sonido.
Y le deslizo el cinturón por el cuello mientras admiro su cuerpo. Lleva puesto un conjunto de encaje negro con ligas y medias de rejilla hasta medio muslo. Sus pies aún están cubiertos por unos zapatos de charol con tacón. Está a cuatro patas a los pies de nuestra cama.
Hoy los estrena. Dice que a la calle, con esa altura de tacón, aún no se atreve a salir. Bajo riesgo, alega, de hacer el ridículo sentando el culo. Ese que miro con lujuria ahora, sobre las frías y sucias baldosas de cemento.
Estamos en otoño, pero hace calor y nuestros cuerpos están cubiertos de gotitas de gusto salado.
Yo llevo puesto el bóxer y me martiriza porque las costuras están dejando marcas en mis ganas de ponerme sobre ella; detrás del melocotón que tiene por trasero, para ser más exactos.
Levanta la vista y saca la lengua, su mirada causa dolor entre mis piernas.
Recojo de encima de la cama un trozo de cuerda fino. Lo ato alrededor del cinturón y me pongo delante de ella.
—¡Vamos!
Da un pequeño aullido. O ladrido, no lo sé interpretar ni me importa.
Le doy a espalda y tiro de la cuerda. Ella detrás de mí, a gatear. ¡Pero con qué porte felino, la muy…!
Vivimos en un dúplex y comienzo a bajar las escaleras. Despacio, no quiero que salga mal parada.
De vez en cuando, me giro y la miro. Con su cara, me pide continuar.
Llegamos abajo y me doy la vuelta. Voy a reventar en sentido literal. Ella se sienta sobre sus extremidades traseras (llamemos así a sus piernas, ya que estamos refiriéndonos a mi perra) y me mira con deseo. Mucho deseo.
Me acerco, la cuerda queda floja aún agarrada a mi mano. A la altura de su cabeza ella, por fin, liberta a mi prisionero de la tela que lo tenía martirizado.
Como un perro amaestrado, eleva sus extremidades superiores (ahora llamemos así a los brazos) para recoger entre ellas, lo que acaba de soltar.
La cuerda se escurre de mi mano y cae al suelo como una serpiente muerta.
Su cara termina cerca de sus manos: cada vez más cerca. Y mi cuerpo entero experimenta una sacudida mientras cierro los ojos y miro hacia arriba cuando ya no se puede acercar más que con unos ligeros y rítmicos movimientos.
Me castiga con poco tiempo, mira hacia arriba y dice que mientras no la suelte, piensa desobedecer como si estuviera sin domesticar.
Sonrío y le digo que eso me encantaría.
Entonces ella se levanta, se acerca a mí mientras suelta el cinturón de su cuello, este cae a sus pies, y sus manos agarran mi garganta empujándome hacia atrás. Me encuentro con la pared del pasillo y su voz sensual diciéndome al oído que está rabiosa, que me va a morder.
Somos de altura similar y mi entrepierna late a la altura de la de ella.
Suelta la garganta y comienza a besarme.
Esa mano que sujetaba mi garganta ahora baja hasta mi órgano latente y lo ayuda a que no se pierda la oportunidad que tiene ante mis ojos.
Los de mi chica se cierran. Su lengua se desliza por los labios y yo no puedo aguantar más. La agarro de los hombros, la separo, la giro, pego su culo a mi pelvis y ahora… Sigo siendo el dueño de mi perra.