Elvis Christie: Fantasmas cotidianos

Llegué a casa de doña Rosario a medio día, tal y como esperaba. La temperatura en la calle era insoportable (más de cuarenta grados, según marcaba el termómetro de mi vehículo). En estos pueblos del interior de la meseta castellana el verano castiga sin clemencia, aunque las casas antiguas, como la que tenía delante, encaladas de blanco y con gruesos muros de adobe, son agradablemente frescas. Tuve que golpear por segunda vez con los nudillos sobre el portón hasta que alguien lo oyó desde dentro y salió a abrirme.

Nada más entrar me asedió una multitud de personas en el patio de acceso, a la mayor parte de las cuales conocía desde pequeño, preguntándome si iba a poder curar a doña Rosario. En realidad soy periodista de una publicación electrónica; pero un par de artículos sobre leyendas antiguas y algún que otro reportaje sobre misterios locales y exorcismos me había reportado entre mis paisanos fama de entendido en parapsicología y el apodo de «cazafantasmas». Y también es mucho decir que se trataba de mis paisanos. Yo vivo en la ciudad desde que nací, pero hasta casi la madurez pasé todos los veranos en la casa de mis abuelos («el de la Juani, nieto de la Tomasa») y me tenían por uno más.

Doña Rosario vivía unas cuantas puertas más allá de la que fue la casa de mi familia, derruida ya hace años por mi madre y mis tías, y uno de sus cuatro hijos había sido compañero míos de correrías en los veranos de mi infancia y adolescencia en el pueblo. Con el tiempo habíamos perdido el contacto (yo viviendo en la ciudad; ellos también, pero en otra), aunque las redes sociales volvieron a hacernos saber los unos de los otros y así supe que estaban todos ellos casados y con hijos. En cualquier caso, en los últimos años nos habíamos visto de forma esporádica en mis raras visitas al pueblo. Ellos eran más asiduos y pasaban buena parte de sus vacaciones en la casa familiar, la de doña Rosario.

Rafael, mi amigo de juventud, fue el primero en venir a saludarme, librándome del acoso y los besuqueos de sus familiares y vecinos, todos los cuales se hallaban desperdigados entre el patio y una habitación no suficientemente amplia para tanta gente. En otra habitación contigua se oía el jaleo de la gente menuda.

—¡Caramba, Tomás, por fin has llegado! Me alegro de verte. —Nos dimos un abrazo.

—He venido tan pronto como he podido. Es primero de agosto y el tráfico es infernal —me excusé—. Bueno, cuéntame, ¿qué le pasa a tu madre? Por teléfono has sido muy parco.

Rafa me tomó de los hombros y me sacó a otro patio sombreado donde no había nadie.

—Ya sabes cómo es mi madre con el tema de los espíritus… En fin, qué te voy a contar a ti —comenzó a relatar—. No hay año que no saque a relucir las «visitas» de su tía Ramona las noches de Todos los Santos, o las «conversaciones» con su hermano Félix. El caso es que se ha pasado todo el mes de julio llamándonos, a mí y a mis hermanos, diciendo que estaba asustada, que oía ruidos raros arriba en la cámara, que se encontraba por las mañanas objetos cambiados de sitio… Cosas así. Y aunque aquí todos le tenemos mucho respeto a las cosas de muertos –tú lo sabes bien–, la verdad es que no le hicimos demasiado caso. Pensamos que estaba senil y que se le pasaría cuando viniéramos todos a pasar agosto con ella.

Rafael se quedó callado un momento cuando vio que salía al patio su hermana Carmen. Era algo más joven que yo y sufrí una penosa decepción al verla después de tanto tiempo. ¿Esa era la Carmen por la que yo bebí los vientos a los veintipocos años y casi me peleo con mi amigo Nico? La chica desenvuelta y voluptuosa de sonrisa pícara que yo recordaba se había convertido en una mujer anodina, sobrada de peso y de arrugas, que lucía un rictus de amargura y mala leche en la boca y los ojos que parecía permanente. No me extrañaba que su imagen de perfil de Facebook fuera un gato y que no saliese en ninguna de las fotografías que compartía. Y por eso tampoco me extrañó que, a pesar del tiempo que llevábamos sin vernos y lo que vivimos aquel lejano verano, me saludase de una manera tan seca:

—Hombre, ya está aquí el «cazafantasmas». —Me dio un par de besos—. Pues a ver si es verdad que puedes despertar a mi madre, que llevamos aquí desde primera hora de la mañana, los niños están inaguantables y tenemos que organizar comidas y habitaciones.

Y, tal y como había llegado por una puerta, desapareció por otra mientras seguía rezongando por el jaleo y la cantidad de cosas que tenía que hacer.

—Ha dicho algo de despertar a tu madre. Anda, termina de contarme —inquirí a Rafa cuando nos volvimos a quedar solos.

—Sí, claro. Te decía lo de las llamadas de mi madre; la última fue ayer por la tarde. Me llamó muy angustiada diciendo que volvía a oír ruidos en la cámara y que te iba a llamar a ti, que sabes de estas cosas —continuó explicándome, hizo una pequeña pausa y añadió casi en un susurro—: La verdad es que nos estaba empezando a acojonar y a punto hemos estado de no venir. En fin, ya lo teníamos todo preparado para el viaje y hemos llegado sobre las ocho de la mañana. Nada más entrar hemos notado este olor raro. —Levantó la cabeza y olfateó el aire— ¿No lo notas? Es como a quemado. Y luego a ella tumbada en su cama, inconsciente, pero sin daño aparente. Ha venido el médico y dice que todas sus constantes son normales, que no tiene nada. Sin embargo, no se despierta. Tenía en la mano el teléfono móvil y tu número marcado, como si no le hubiera dado tiempo a llamarte. Por eso te he llamado yo, a ver si puedes hacer algo antes de llevarla al hospital.

Cuando Rafa hubo terminado de contarme el motivo de su llamada le pedí que me llevara a ver a su madre, para hacerme una idea. Pasamos entre la gente que se agolpaba en el salón, todos ellos cuchicheando, y llegamos al dormitorio de doña Rosario.

Yacía tendida sobre la cama, con las manos sobre el pecho aún sujetando su teléfono móvil y los ojos cerrados, como si durmiese. Pero parecía evidente que no dormía; no con el alboroto que había en aquella casa. Yo llevaba mi maleta de «cazafantasmas» y la abrí sobre una mesilla sacando el instrumental, que fui colocando estratégicamente por la habitación: el oscilómetro, dos lamparillas de aceite, una grabadora digital de alta sensibilidad y algunas cosas más. La familia se había apelotonado entre el marco de la puerta, sin atreverse a franquearla, a excepción de Rafael y su mujer, que pasaron conmigo y se mantuvieron un poco apartados, nerviosos.

—El olor es claramente azufre, lo que indica una presencia sobrenatural de naturaleza maligna —dije a nadie en particular, provocando nuevos cuchicheos y gestos de aprensión—. Y, si no me equivoco, procede de la cámara. —Los que estaban asomados a la estancia me miraban con los ojos desorbitados y algunos comenzaron a retirarse—. Tendré que subir para cerciorarme y calibrar la fuerza de este ente, aunque me temo que tiene que ser poderoso para mantener a doña Rosario en tal estado.

El relativo silencio que se había hecho en la casa cuando accedí al dormitorio se transformó de repente en un pandemónium de gritos y puertas abriéndose y cerrándose. Al parecer, los vecinos se estaban yendo a sus respectivas casas y sólo permanecía la familia, que no eran pocos.

—Pero, ¿qué le pasa a mi suegra? —El que habló fue Andrés, el marido de Carmen, un tipo flaco y estirado que en ese momento parecía un niño asustado.

—A su cuerpo no le sucede nada —respondí yo con calma—, pero su espíritu está desanclado.

Me miraron todos con perplejidad, esperando que les diese más información.

—Lo más habitual, dentro de lo extraño que resulta, es que las entidades sobrenaturales malignas, a las que llamamos demonios, intenten apoderarse de nuestros cuerpos. Son las posesiones que todos conocemos. Pero en algunos casos buscan lo contrario, desposeer esos cuerpos de sus propias almas para, no sé, arrastrarlas a algún abismo infernal o algo así, dejando el cuerpo como un cascarón vacío que se va secando hasta morir. Cuando el demonio aún no ha conseguido del todo su propósito decimos que el sujeto está desanclado, es decir que no está aún totalmente desposeído porque su alma todavía está próxima y el proceso se puede revertir. Se puede volver a anclar, pero hay que actuar con rapidez.

Dicho esto, me encaminé hacia donde se encontraba el acceso a la cámara superior llevando conmigo algunos de mis instrumentos. Todos los presentes me abrieron paso como si portase una enfermedad contagiosa y me siguieron, si bien manteniendo una prudente distancia.

Nada más abrir la puerta de la escalera el olor a azufre en el aire se intensificó haciéndose irrespirable. Miré a la familia y pregunté si alguien quería acompañarme, negando todos ellos con la cabeza. La luz no funcionaba y tuve que valerme de una linterna para subir sin tropezar mientras me esperaban abajo. Al llegar al habitáculo principal de la cámara puse en marcha el reproductor en el que llevaba grabada la música descontaminante (rock duro muy distorsionado), encendí varias velas y quemé incienso. Me senté en el suelo y comencé el ritual de letanías, gritos y cánticos.

No tardé mucho. Calculo que una media hora, tras la cual, y después de recoger mis herramientas de trabajo, bajé a encontrarme con la familia de doña Rosario. Me di cuenta de que habían apilado las maletas al final del pasillo, en el zaguán que daba al patio y la salida, y allí estaban con los niños, esperando en silencio. Se acercaron los hijos de aquélla: Rafa, Carmen, Antonio y Jesús.

—Creo que ha funcionado —dije con voz fatigada ante sus miradas de congoja, que mi aspecto sudoroso y pálido, con un temblor incontrolable en las manos, no consiguió aliviar. Sin embargo, el olor a azufre y los ruidos como de muebles arrastrándose habían desaparecido.

Nos dirigimos rápidamente al cuarto de su madre y la vimos sentada en la cama, despierta pero con expresión confundida.

—¡Mamá! —Fue el grito que exclamaron sus hijos al unísono, abalanzándose sobre ella y cubriéndola de besos.

—Venga, vale ya, que me dais calor, jodíos —dijo doña Rosario sacudiéndoselos de encima—. Así que algo serio pasaba, por lo que veo —añadió dirigiéndose a mí—. Anda, ven y dame un beso tú también, Tomasín.

Una hora más tarde se habían ido todos de vuelta a sus casas en la ciudad, cada uno esgrimiendo una excusa más o menos plausible, aunque los pequeños, los nietos de doña Rosario, estaban tan espantados que no habrían necesitado de más explicaciones. Esos niños iban a tener pesadillas durante una temporada. Yo me quedé con la buena señora tomando una cerveza en la «cocinilla»

—¿No te lo había dicho yo? Además de gorrones y pesados, son unos cagaos —dijo con sorna mi anfitriona.

—A lo mejor nos hemos pasado, y como se enteren de la verdad… —manifesté y apuré el botellín.

—¿Que nos hemos pasado? —preguntó con retintín ella al tiempo que se levantaba y sacaba dos cervezas más del refrigerador—. ¿Sabes cuántas veces llaman a preguntar cómo estoy? Ninguna. Bueno, sí, cuando se acerca el verano, pero lo que realmente quieren es avisarme de que vendrán durante agosto a la sopa boba. Casi veinte personas aquí metidas durante todo un mes sin hacer otra cosa que ruido, comer, beber y dormir. ¿Cuántos de ellos crees que limpian o cocinan? Mi hija Carmen al principio, pero luego se cabrea con los demás (y con razón) y lo dejan para mí, y yo ya no estoy para esos trotes, Tomasín. Y si se enteran me da igual, aunque lo dudo. Para eso tendrían que interesarse por mí, y eso no va a pasar.

Doña Rosario calló un momento, me tomó la mano sobre la mesa y me miró a los ojos.

—Lo que echo de menos a tu madre, hijo —dijo con un suspiro—. Pero hizo bien en tirar la casa y vender el solar. Aquí ya no queda nada salvo soportar veraneantes ingratos. Por eso cuando me llamaste a preguntar si te alquilaba una habitación para escribir se me encendió la bombilla e ideé nuestra representación. Así que, venga, trae tus cosas y vamos preparando tu habitación, que este verano tú vas a acabar tu libro y yo voy a descansar y me voy a poder comprar una buena tele para ver mis seriales.

Y aquí estoy, instalado en la cámara de la casa de doña Rosario con unas vistas maravillosas sobre los campos de girasoles y el río, a punto de terminar agosto y, por fin, mi libro. Suelo desayunar y comer con ella y por las noches le leo lo que he escrito antes de tomar algo viendo una película en su nueva televisión e irnos a dormir. De su familia sólo hemos sabido que se fueron a pasar el mes a una «ciudad de vacaciones» de esas que hay por la costa, donde también pululan fantasmas pero dan más risa que miedo.

Elvis Christie

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About Galiana

Escritora, bloguera, podcaster, enamorada de todo lo que huele y sabe a Cultura
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9 Responses to Elvis Christie: Fantasmas cotidianos

  1. Con este relato me despido de los lectores del blog hasta una próxima invitación de Galiana. Todo lo que parezca ficción en este relato es pura realidad; está plagado de anécdotas autobiográficas.
    Espero que hayáis disfrutado. Para mí ha sido un placer y un honor.

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  2. Avatar de Amaya Nogués Amaya Nogués dice:

    Jajajajjajajjaa ¡¡me encanta!!
    Enganchada desde la primera frase.

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  3. Avatar de antoncaes antoncaes dice:

    Muy bueno Jajaja. Si ya lo dice el refrán, estudia más un necesitado que un abogado. Jajaja. Vaya con la abuela, que espantada ha hecho, esos no van ni a su entierro.
    Excelente relato. 🙂

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