Elvis Christie: Sueño de verano

Carlos despertó y abrió los ojos. Allí estaban todos, alrededor de la cama: sus hijos, nietos, yernos y nueras… No podía hablar para decirles que todo estaba bien, que estaba preparado, que había tenido una vida plena y se iba en paz y sin miedo, pero intentó transmitírselo con la mirada. Como en tantas otras ocasiones a lo largo de su vida, el sueño le había dado la fuerza necesaria para afrontar este último trance.

La primera vez fue cuando tan sólo era un niño de diez años. Acababa de nacer su hermana Lina, falleciendo su madre en el parto. Había llorado durante horas hasta quedarse dormido. En el sueño se encontraba en una playa, sentado en la arena mirando hacia un mar calmo mientras el sol de poniente le acariciaba la piel. De repente se levantaba una racha de viento frío que lo intranquilizaba; el cielo se cubría de nubes y lo atrapaba un desasosiego creciente hasta que notaba un tacto en su mano izquierda. Otra mano se había posado sobre la suya y le transmitía una sensación de paz y amor indescriptible. Volvía a brillar el sol, ya crepuscular, y una ola vino a lamerle los pies, despertándolo.

Desde entonces, cada vez que se había sentido preocupado, angustiado, indeciso o, simplemente, necesitado de consejo, había invocado la imagen de su madre antes de dormirse. «¿Qué puedo hacer, mamá? ¿Es ésta la mujer de mi vida, madre? El niño está muy enfermo, ¿sanará?». Y el sueño acudía a él: la playa, la brisa, la mano, el crepúsculo y la tranquilidad. Y luego despertaba reconfortado, decidido y presto a acometer el reto o crisis que lo acuciase.

Con el tiempo, Carlos había racionalizado esas experiencias y las atribuía a un recurso de su cerebro para superar bloqueos y situaciones estresantes, como otros recurren a la meditación, el deporte o las drogas. Y ahora estaba listo para decir el adiós definitivo. Cerró los ojos por última vez y se dejó llevar por la inconsciencia. La luz que atravesaba sus delgados párpados se apagó y, poco a poco, fueron desapareciendo todas las sensaciones y estímulos de su frágil cuerpo.

Sólo persistía un ligero cosquilleo en los dedos de los pies. Abrió los ojos y vio que la culpa era de las olas, que venían a morir suaves ante él, rozándolo. Y sintió el tacto en la mano. Se giró y vio a su madre. Aunque el recuerdo de su imagen se había ido borrando con los años, sabía con absoluta certeza que era ella.

—¿Estoy soñando? ¿Aún no he muerto?

—Soñar. Morir. Son sólo palabras. ¿Acaso no estás aquí, ahora?

—Sí, pero yo pensaba que…

—Lo sé. Sin embargo, tu cerebro –como el resto de tu cuerpo– sólo era una masa de carne; una máquina ya inerte, desactivada. Le diste buen uso y ahora tu mente, tu voluntad, tu alma, ya no lo necesitan. Como tampoco me necesitas a mí. Adiós, hijo, nos vemos pronto.

Ella se desvaneció y Carlos miró de nuevo hacia el mar. Comenzaba a agitarse y el cielo se ennegrecía. Se giró a la derecha y vio una multitud de personas sentadas como él, mirando al frente. Se levantó y recorrió sus caras. Reconoció a una de ellas: su nieta Elo. Una jovencita introvertida, cariñosa a su modo callado. Su favorita de entre todos. La oyó hablar.

—Abuelo, te quiero. No me ha dado tiempo a decírtelo. Perdóname.

Se sentó a su lado y posó su mano sobre la de ella.

—Lo sé, cariño, no te preocupes. Duerme tranquila, que estaré aquí cuando me necesites.

Las nubes desaparecieron, el sol brilló rojizo sobre el horizonte y la espuma de las olas borboteó entre sus pies.

 

Elvis Christie

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