Elvis Christie: Samba pa´ti

Un año. Eterno y fugaz al mismo tiempo, pero lo cierto es que con la de ese día ya eran doce las hojas del calendario de la cocina que Mara arrancaba desde que Javier se fuese. El dolor por su pérdida seguía dentro, lo notaba, aunque ya muy mitigado. Los primeros meses fueron desquiciantes, desbordada por la pena y la rabia. Había llorado de manera incesante durante días enteros y había maldecido todo lo imaginable. Se consideraba atea, pero también había dirigido su furia contra Dios y contra cualquiera, real o imaginario, que pudiera tener la más mínima culpa de su pérdida: dioses, médicos, amigos e incluso contra sí misma. Contra todo aquel que no impidió que Javier entrase al quirófano.

Luego vinieron los meses de la apatía, del vivir en piloto automático, durmiendo, respirando, comiendo y trabajando porque su biología y la sociedad estaban programados para ello. Y, finalmente, llegó la aceptación: Javier había muerto (son cosas que les pasan a las personas, buenas y malas), nadie era responsable de ello y ella, Mara, tenía que renacer del montón de escombros y cenizas en que se había convertido y seguir viviendo. Era lo que Javi habría querido o, mejor dicho, era lo que Javi quería y así se lo había hecho saber en aquel sueño tan real y extraño que tuvo cuando se cumplían diez meses de su partida.

Se encontraba en un restaurante atestado de gente, sentada a una pequeña mesa para dos con una cerveza a medio terminar delante y otra en el lugar de su acompañante, sin tocar. Entonces escuchaba a su derecha la voz del camarero

«¿Qué va a ser, Mara?»

«¡Oiga, me llamo Tamara…!

Era Javier. El camarero. Sonriéndola con una bandeja vacía en la mano.

«¡Javier! ¿Dónde estabas? Te echo de menos».

«Llámame Javi. Me gustan los diminutivos, nos hacen jóvenes».

Se sentó ante ella, dejando a un lado la bandeja y de un trago se bebió media cerveza.

«Yo también te echo de menos, Mara, pero tienes que vivir para que volvamos a estar juntos».

Al instante siguiente ambos estaban abrazados, bailando solos en una pista iluminada de múltiples colores mientras sonaba «Samba pa’ ti», aquella canción de Santana a la que puso letra José Feliciano.

«Borraré las tinieblas y esconderé mi llanto.

El recuerdo que sufro se volverá un canto.

Volveré a la vida.

Volveré a cantar, ya verás».

Sabía que había sido obra de su subconsciente, pero haber revivido aquel baile le había dado la fuerza que necesitaba. Con un entusiasmo impensable tan sólo días atrás, hizo una profunda limpieza en su casa, actualizó y repasó el correo electrónico, retomando los proyectos más atrasados del trabajo y descolgó varias veces el teléfono para volver a ver a sus amistades. Poco a poco, pero con empuje y constancia, Mara consiguió salir del pozo de su desgracia y así conoció a Mateo, el amigo de la amiga de un amigo de un cliente. Apenas llevaban un mes saliendo y su relación no había pasado de besos y alguna que otra caricia, pero Mara se sentía a gusto con él; era lo más opuesto a Javi que pudiera haberse imaginado: despreocupado, extrovertido, galante y muy, muy guapo. Quizás un tanto superficial y algo inmaduro, pero justo lo que necesitaba en esos momentos.

Mara se había sincerado con Mateo (aunque guardándose para sí aquel sueño) y éste la había ayudado a sentir de nuevo la alegría de vivir. Había sido Mateo quien la había convencido para deshacerse de los trastos de Javi que no había llegado a tirar cuando hizo limpieza. Aún tenía apilados en cajas, en el trastero, su ropa, libros, discos y su material de trabajo, incluidos los instrumentos musicales. Habían decidido hacerlo el día en que se cumpliese un año de su muerte.

Mara y Mateo volvían de repartir las cosas de Javi entre varias ONGs y llegaron agotados al piso de aquélla ya bien avanzada la tarde. Mateo había ido a la cocina a abrir una botella de vino mientras Mara se repantingaba en el sofá. «Bueno, ya lo he hecho», pensó, y en ese momento la divisó.

—¡Mateo, nos hemos dejado una caja! ¿No te habías asegurado de que no faltaba nada?

Mateo regresó al salón con una copa de vino en cada mano y vio lo que Mara le señalaba. Una caja de zapatos sobre el teclado del ordenador.

—Juraría que lo había recogido todo y revisado antes de salir. ¡Qué despiste el mío!

Mara se levantó y abrió la caja. El proyecto «Golfito». Se había olvidado completamente de él y ver ahora las fotos, notas y fichas que habían reunido ella y Javi durante meses la removió por dentro y unas breves lágrimas acudieron a sus ojos.

La idea había surgido durante un viaje de placer a Costa Rica. A decir verdad, con Javi siempre se mezclaba el placer con su compromiso social, algo que inicialmente exasperaba a Mara pero que paulatinamente terminó por enamorarla y arrastrarla a sus iniciativas solidarias. Tras pasar dos días en las playas del sur del país, en las cercanías de Golfito, Javi se empeñó en salir a conocer los pueblos de alrededor. Ambos quedaron sobrecogidos por la extrema pobreza en la que vivían la mayoría de los habitantes de la zona y, sin embargo, la paz y felicidad que transmitían. Habían terminado pasando la tarde y emborrachándose con un grupo de lugareños que tocaban música en un patio con instrumentos de fabricación casera y, de vuelta a España, se lo soltó en el avión: «se me ha ocurrido una idea». Fue imposible no embarcarse con él en esa aventura. Pretendía crear escuelas de música y talleres de instrumentos en los pueblos de aquella comarca, y todo empezando por una página web (eso le tocaría a Mara, que era su especialidad) a través de la que canalizar aportaciones económicas para poner en marcha el proyecto y, más adelante, exponer y comercializar los trabajos de aquella gente.

Mara se recompuso y dejó la caja de zapatos en el recibidor de la entrada. Al día siguiente se desharía de ella. El proyecto “Golfito” había muerto con Javi. Sin embargo, al levantarse al día siguiente y sentarse con el café ante el ordenador como cada día encontró de nuevo la caja ante sí. No era posible. Se estremeció y no se atrevió a tirarla, como tenía pensado, sino que la dejó en un altillo de la estantería. Estaba asustada y llamó a Mateo.

—La habrás cogido para echarle otro vistazo y no te acuerdas, Mara. Ten en cuenta que nos bebimos la botella de vino entera.

—No estaba borracha, Mateo. Te juro que no volví a tocarla.

Al día siguiente Mara volvió a encontrar la caja delante del ordenador. Aquello ya era algo que la sobrepasaba y le infundía algo más que miedo. Estaba aterrorizada. Pensaba en el sueño que había tenido y ahora esto y llegaba a una conclusión que no quería ni imaginar. Ella no creía en fantasmas ni espíritus, pero tenía una realidad ante sus ojos. «Por favor, Javi, no me hagas esto. ¿Es por Mateo? ¿Qué quieres?». Y Mateo también estaba asustado. Él tenía convicciones religiosas (aunque no era practicante en modo alguno) y aquello, según decía, le ponía los pelos de punta. Sin embargo no se arredró. Cada día se quedaba con Mara a pasar la noche durmiendo en el sofá y junto con ella volvía a colocar la caja en la estantería para, a la mañana siguiente, encontrarla de nuevo ante el ordenador. Daba igual que se quedasen despiertos toda la noche; en algún momento, en el tiempo que dura un parpadeo, la caja cambiaba de lugar. Finalmente, fue Mateo quien propuso una línea de acción.

—Mara, no podemos seguir así. He preguntado a un sacerdote amigo de mi hermano y tiene una teoría. Bueno, tiene un montón de teorías sobre los espíritus y los fantasmas, pero en este caso cree tenerlo claro: Javi no te está castigando por estar conmigo ni por tirar sus cosas. Al contrario, según él te está dando su bendición, aunque con una condición.

—¿Cuál? —preguntó Mara tras unos instantes de perplejidad, intentando asumir lo que Mateo le decía.

—¿No lo imaginas? Golfito. Tú y yo.

Retomar el Proyecto Golfito fue toda una locura, si bien una bendita locura a la postre. A Mara no le llevó demasiado tiempo poner en marcha la web mientras Mateo contactaba a través del consulado con los regidores locales para que el proyecto fuese tomando forma. Tres meses más tarde vino el primer gran viaje, una mezcla de vacaciones y duro trabajo organizando las escuelas y los talleres con los voluntarios y, por fin, antes de cumplirse el sexto mes comenzaron a llegar los donativos y a venderse los primeros instrumentos; en breve podrían comenzar las clases y ampliarse los talleres.

Mateo abrió la puerta con parsimonia. Entró en el piso casi arrastrando los pies tanto como la maleta, y Mara no parecía menos fatigada. Había pasado casi un año desde el comienzo de la aventura en que se convirtió el Proyecto Golfito y regresaban del tercer viaje, éste más protocolario (inauguraciones, felicitaciones, entregas de talones) que los anteriores, pero no menos agotador, sobre todo por los retrasos, cancelaciones y cambios de vuelos, ni menos satisfactorio: por fin el Proyecto Golfito marchaba solo. Ellos habían quedado como meros patronos honoríficos de la Fundación Javier Martena.

—Anda, sírveme un vino, por favor —pidió Mara a Mateo arrojándose sobre el sofá nada más hubieron deshecho las maletas.

Mateo volvía de la cocina con dos copas en las manos cuando se encontró a Mara mirando fijamente algo y esbozando media sonrisa. Frente al ordenador había un vaso con una flor solitaria: una guaria morada, la flor más emblemática de Costa Rica.

Mateo entregó una copa de vino a Mara y brindó con ella: «Por Javi», dijo; «Por Javi», contestó Mara. Dejaron las copas de vino al lado de la guaria y se abrazaron. En ese momento un casi imperceptible «clic» mecánico indicó que se había puesto en marcha el equipo de música y los acordes de «Samba pa’ ti» llenaron la estancia.

Elvis Christie

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About Galiana

Escritora, bloguera, podcaster, enamorada de todo lo que huele y sabe a Cultura
Esta entrada fue publicada en "...Y Cía", agosto 2018, Elvis Christie, Literatura, Narrativa, Relatos y etiquetada , , , . Guarda el enlace permanente.

4 Responses to Elvis Christie: Samba pa´ti

  1. A partir de hoy habrá fantasmas.

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  2. Pingback: Samba pa’ ti – Relatos mezclados, no agitados

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