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Cuando éramos pequeñas, a mi hermana y a mí nos gustaba adentrarnos en el bosque, a pesar de las reprimendas de nuestros padres. Nos parecía un lugar mágico donde podíamos jugar con las plantas y los animales.
Solíamos sentarnos en un claro, donde un rayo había partido un árbol milenario y del que solo quedaba un tocón. Nos llevábamos sábanas viejas y todo tipo de trapos y jugábamos a los reinos prohibidos. María siempre quería ser la princesa y a mí no me importaba hacer de chico, así que siempre era yo quien la rescataba de los ogros y los villanos. Nos hacíamos coronas con las flores y las hojas de los árboles. Mi espada era una rama con punta, que habíamos encontrado hacía mucho tiempo y que teníamos escondida para usarla en mil batallas.
Una tarde nos enfadamos y yo salí corriendo con mi espada, dejando a María allí sentada, con su traje descolorido y su corona de flores. Mi madre siempre me decía:
─Jamás dejes sola a tu hermana, es más pequeña.
Aquel día me olvidé de todo, porque a veces la niña era insoportable. Siempre se tenía que salir con la suya y yo tenía que ceder. Así que marché sin volver ni siquiera la cabeza, para ver si lloraba.
Caminé, destrozando con mi espada, todos los cardos que encontraba a mi paso. Estaba enfadada con el mundo y con las niñerías de mi hermana.
Sin darme cuenta me fui adentrando en la espesura del bosque. Los tímidos rayos de luz se filtraban entre la vegetación mientras los pájaros entonaban una sonora canción. Todo era tan idílico que seguí caminando sobre la alfombra mullida que se extendía a mis pies.
De repente me pareció oír una voz que me llamaba:
─Ariadna, Ariadna, ven a mi lado.
Era tan dulce que eclipsaba la calma de la tarde.
─Por aquí, siguemeeeeee.
Y yo continuaba mi camino, arrullada por el tono adormecedor.
Me olvidé de todo, de mi hermana, de mis padres y de mis miedos. Continué desoyendo todos los consejos, hasta que las aguas ensordecedoras de una cascada llegaron a mis atolondrados oídos.
─Ven a miiiiiii.
Oía esa voz en mi cabeza, a pesar del ruido atronador del agua, así que continué hasta que llegué a un laguna de aguas tan cristalinas que parecía un espejo y al fondo encontré la causante del alboroto.
Sabía que la voz procedía de detrás del caudal de agua, así que levanté la espada, me quité la pesada falda y, solo vestida con esos pololos blancos que tanto odiaba, me metí en la laguna dirigiéndome a la cortina blanca. Si hubiera tenido más valor, me habría desnudado como si fuera Eva en el paraíso. El agua estaba congelada y había pequeños pececillos nadando a mi alrededor. La voz de la conciencia me decía que regresara al claro del bosque, que regresara a buscar a mi hermana, sin embargo, la impulsividad me hizo continuar.
La voz debía estar en mi cabeza porque la seguía oyendo a pesar de que el agua anulaba cualquier otro tipo de sonido.
Acerqué la mano como si quisiera abrir una puerta, con calma, con lentitud y mis dedos se sumergieron, desaparecieron tras el torrente de vida. Después le siguió el brazo y poco a poco, como si lo hiciera a cámara lenta, fui traspasando al otro lado.
Después solo quedó el silencio.
María no dejaba de llorar, se había quedado sola en el bosque, tenía miedo y su hermana no volvía a por ella. Estaba cansada, asustada y con mucho frío. Se levantó y dejó encima del tocón la corona de flores. Desanduvo los pasos hasta su casa, con la esperanza de no perderse. Seguro que Ariadna había llegado ya y se había escondido en el granero, allí donde se metía cada vez que se enfadaban. Sabía que era una niña caprichosa que siempre se salía con la suya, sin embargo, esta vez todo estaba saliendo al revés. Era la primera vez que no veía cumplidos sus deseos, la primera vez que había sentido el abandono de la persona a la que más admiraba. Porque admiraba a su hermana, ¡era tan perfecta, tan valiente!
Corrió al granero con la esperanza de encontrarla allí, riéndose de su cobardía.
─ ¡Ariadna! ¡Ariadna!
Su voz, infantil y estridente, invadía los espacios vacíos del lugar y no encontraba respuesta. Allí no estaba. Las lágrimas amenazaban con volver a brotar de sus azules ojos.
Su madre se alertó al oír a la niña y salió de la casa.
─ ¿Qué ocurre María?
─No sé dónde está. Estábamos jugando y nos hemos enfadado y ella…
El llanto impidió que continuara con su relato.
Comenzaron a buscarla, barrieron el bosque, palmo a palmo, sin dejar ningún recoveco sin registrar. Todo fue inútil porque no encontraron ni rastro de la niña. Era como si se la hubiera tragado la tierra. A la semana, un leñador descubrió una falda marrón, ensangrentada, al lado de un arroyo. Estaba hecha girones, como si un animal la hubiera destrozado.
En la casa todo fue duelo y dolor: se llegó a la conclusión de que su hija mayor había sido atacada por alguna alimaña del bosque, que había acabado con su vida.
Solo María seguía manteniendo la esperanza, solo ella era capaz de no perder la ilusión de volver a ver a su hermana.
Todas las noches se asomaba a la ventana y le preguntaba a la luna:
─ ¿Has visto a Ariadna?
Y la luna sonreía.
─ ¿Has visto a Ariadna?
La misma pregunta una y otra vez y siempre la misma respuesta: silencio y solo silencio.












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Muchas gracias, espero qu te guste también el desenlace. Un beso 😍😍😍
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