Los escritores solemos ser habituales de los trenes y los aviones. En mi caso en concreto prefiero el tren, más que nada porque le tengo pánico a volar y quizá es por eso que nunca he estado en New York, ahora los neoyorquinos se lo pierden.
Viajar, lo que se dice viajar me encanta, pero no en todo momento ni en según qué circunstancias. Lo de hacerlo de noche, en invierno y lloviendo no es algo que me apasione, pero según mi editor que es quien se encarga de todas estas cuestiones no había otro tren disponible que me prometiera llegar a tiempo a un evento que tenía al día siguiente.
Decidí, dado que el billete no era para un coche-cama, que la mejor manera de hacer el trayecto era leyendo el libro de un colega sobre el que tenía que hacer una presentación al día siguiente y que no conocía de nada.
Me coloqué en mi asiento con la mesita desplegada y el libro sobre ella nada más salir de la estación.
A mi lado se había acomodado un hombre de mediana edad que me recordaba a mi hermano mayor, pero eso tampoco es muy significativo dado que todos los varones, con independencia de la edad que tengan, me recuerdan a mi hermano. El tipo vestía un traje de ésos que ojalá estuviera hecho de un tejido especial porque, si no, cuando bajáramos después de 10 horas de viaje iba a estar más arrugado que la cara de mi abuela en su noventa cumpleaños. Olía, o mejor apestaba, a esas colonias de hombre que se anuncian a bombo y platillo por la televisión, lástima que el tipo no se pareciera a los modelos que las anuncian. Al sentarse me dio las buenas noches con educación y luego se quedó en silencio esperando que se iniciara el viaje, cosa que agradecí porque no hay nada peor que un compañero de asiento locuaz.
No llevábamos más de treinta minutos cuando un pitido molesto le salió del interior del bolsillo de la chaqueta. Sacó el teléfono. Miró la pantalla y no atendió la llamada. Me pidió disculpas y pude ver con claridad cómo le quitaba el sonido. A continuación se volvió a acomodar en su asiento en esa postura que indica que va a dormir el resto del viaje sin interrumpir al resto de viajeros, incluida yo.
No había terminado de acomodarse cuando de nuevo sacó del bolsillo el teléfono. La operación la repitió por tres veces en lo que yo me leí párrafo y medio del libro. A la cuarta se levantó y fue al lugar que hay entre los dos vagones. Desde mi asiento pude ver que hablaba con alguien. Deduje que debía ser la persona que le estaba llamando con insistencia. La conversación duró apenas un minuto. El tipo volvió a sentarse a mi lado. Me miró con esa expresión que todos ponemos cuando queremos disculparnos por algo que sabemos hemos hecho mal.
Sentí la vibración que producía mi teléfono sobre mis piernas. Un mensaje de mi editor apareció en la pantalla:
-Tengo controlado al tipo que se parece a tu hermano y que está sentado a tu lado, es el autor del libro que mañana presentas. No te molestará en todo el trayecto. Sigue leyendo su libro con total tranquilidad.
Galiana
Haces vibrar con tus escritos.
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Muchas gracias
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Me gusta tu espontaneidad. ¡Enhorabuena!
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Muchas gracias
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Siempre con tu gran habilidad para rematar un buen relato con un desenlace original, inesperado y fantástico.
Chapó Galiana
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Muchas gracias
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¡Qué bueno! No me lo esperaba.
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Muchas gracias
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Después de viajar muuuucho en tren, y seguir haciéndolo todavía, sé que pasan esas cosas. Parecen casualidades imposibles, pero se dan. Hace cienes de años me había comprado un efecto de ilusionismo y dos asientos atrás se había sentado un conocidísimo mago que resultaba ser el autor del artefacto. Cuando me vio liado con las instrucciones, se acerco a saludar: ¡qué subidón, osches!
Claro, otras casualidades, de las malas también las ha habido. Pero las entierro en el cementerio de los recuerdos desagradables.
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Buena anécdota
Mil gracias
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Me gustó mucho tu relato. Muy fresco y divertido. Feliz día.
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Muchas gracias
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Final totalmente inesperado. Muy bueno!
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Muchas gracias
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Dado que yo tampoco te conocía, después de la llamada de tu editor podías haberte presentado. Habríamos hablado del libro, de lo que hubiera hecho falta, de nada, de todo o nos habríamos respetado recíprocamente el descanso el resto del viaje…
Así me pareció al día siguiente, en la presentación, que te conocía de algo. Cosas de mi patológica capacidad para el despiste.
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Nunca se sabe quién puede ser tu compañero de viaje y fue un placer viajar contigo desde el anonimato
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