
Con esa prepotencia que le caracteriza le espetó un:
-Sal a la calle. ¡Si te orearas más a todos nos vendría mejor!
Ella cerró el grifo del fregadero y salió de la cocina sin terminar de recogerla. Fue directa al dormitorio para arreglarse y hacerle caso. Mientras se subía la cremallera de los vaqueros tumbada sobre la cama sintió que las entrañas le ardían. Dio una palmada sobre el edredón con toda la fuerza que fue capaz, se levantó de un salto y gritó:
-Pero… ¡qué coño!
El chillido fue tan espectacular que él se acercó hasta la habitación deteniéndose en el marco de la puerta. Utilizando ese tono empalagosamente dulce que suele poner cuando ve que la tormenta está por estallar le dijo con media voz.
-¿Necesitas algo? Me ha parecido que me hablabas.
-¿Hablarte? No, hace tiempo que deje de hacerlo, ya no merece la pena.
-¿Qué dices?
-Digo que si salgo por la puerta, siguiendo tu consejo, para orearme no se van a revolver los problemas. No, no soy yo la que necesita orearse, es esta casa, y eso no será posible mientras tú vivas en ella.
Pasó por delante de él desafiándole con la mirada, se sentó en el sofá, encendió la televisión, subió el volumen para no escuchar como él iba guardando sus pertenencias en una maleta. Pensó: “Ya tocaba orear la casa”.
Galiana












Efectivamente, ya tocaba…
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Muchas gracias
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