
Es Navidad y me toca despedirme con un relato, espero que pases un día en familia con los tuyos o como quieras.
Nos vemos en esta bitácora muy prontito.
Recuerdos templarios
Recuerdo siempre por estas fechas cómo mi abuelo Felipe disfrutaba preparando el viaje hasta Monzón. Salíamos de Madrid en tren. Primera parada, Toledo. Ya por el camino me repetía ─Vamos a hacer un viaje en el tiempo, a la Edad Media─. Empezábamos en la Ciudad Imperial hablando de uno de los castillos donados a “Los Hijos de Cristo” por el Rey Alfonso VIII, el Castillo de San Servando. Me decía ─Sobre la orilla izquierda del Tajo, puedes ver el Castillo de San Servando, que fue construido por Alfonso XI tras la reconquista, y coge su nombre de San Servando y San Germán, en agradecimiento a estos santos, pues en la batalla de Sagrajas del 23 de octubre de 1086, festividad de estos santos, ante las tropas Almorávides escapó en una huida desesperada ante la derrota sufrida─.
Cerca de allí, por el puente de Alcántara, le gustaba esconderse entre los torreones para explicarme con énfasis, la gran importancia que era para el dominio templario en la defensa de las invasiones y ofensas musulmanas. Una vez que cruzábamos la Puerta de Alcántara, visitábamos la Iglesia de San Miguel “El Alto”, que fue donada por Alfonso VIII a la orden templaria como oratorio.
Me miraba, con sus claros ojos, para contarme cómo soldados formados para proteger a los cristianos en su camino a Jerusalén, caminaban juntos quitando los peligros que pudieran encontrarse los fieles y, en el caso de asaltos moriscos, ellos defendían en honor a la fe y la protección de cristianos… organizaron las famosas cruzadas… Hacían respetar la religiosidad que sus corazones sentían, velando al unísono todos, incluso con el pueblo francés, pues fueron ellos quienes empezaron el movimiento de llevar a Tierra Santa a los cristianos sanos y salvos ofreciendo su vida, y poniendo al servicio de todos su valentía. Se organizaron de forma que los reyes de todos los reinos contaban con ellos como legítimos soldados, a cambio recibían fortalezas para vigilar las fronteras evitando invasiones. El primer hijo de un noble era el indicado para desempeñar esa función, aportando su mejor caballo y armadura. Eran fieles, inteligentes y bravos. El tercer hijo de un noble optaba a ser clérigo. Sus hijas ingresaban en conventos, para ayudar en la causa.
Pero era al llegar a la Casa del Temple, ─La casa más antigua de España, ─ coreábamos al unísono, era cuando su alma de caballero templario de Monzón, se abría y suspiraba como si hubiera vivido siempre allí.
Me llevaba después a la calle de la Chapinería, cerca de la Catedral, donde compraba espadas para la ofrenda al Gran Maestre. Se desvivía explicándome cómo en el hotel donde nos hospedábamos, El Casón de los López, era un palacio de un rico feudal de la nobleza, que en el Casco Antiguo de la ciudad únicamente habitaban clérigos, nobles, burgueses y ricos mercaderes.
Me costaba mucho trabajo pensar que muchas madres dejaban a sus hijos en las puertas de los conventos para que pudieran tener una mejor vida, incluso que pudieran optar a ser Cruzados, porque no todos los Cruzados llegarían a ser Templarios, ya que éstos eran hijos de nobles.
A la mañana siguiente, nos esperaba Ildefonso, un amigo damasquinador de mi abuelo Felipe, para enseñarnos los territorios templarios. Nos llevaba por el oeste de la comarca de Toledo, por el sur de la antigua Talavera, por la vega del Tajo y el sur de los Montes de Toledo. Íbamos a San Martín de Montalbán, a ver su castillo, y a Santa María de Melque, para disfrutar de sus jornadas templarias, donde degustamos un exquisito estofado de ciervo.
Posteriormente viajábamos a Ciudad Real, para ver el castillo de Calatrava La Vieja, cedido por Alfonso VII; al castillo de Almansa, donado por Jaime I; en la Comunidad Valenciana visitamos el castillo de Guadalest en Alicante, la barcina de Valencia las villas de Morella y Burriana y el castillo de Peñíscola en Castellón, allí disfruté del mar y de un arroz a banda que aún hoy me relamo. Al llegar a Aragón, hacíamos la Ruta de los Castillos finalizando con un ternasco en casa Tomasa que estaba fetén.
Tras varios días de ruta, por fin llegamos a Monzón. Allí nos encontramos con la abuela Jacinta y mi madre, Paloma, que habían ido días antes para prepararas las vestes, que son de color beige, ya que en el siglo XII no existía el color blanco. Ellas participan en la recreación histórica como “donadas” o “donas”, que eran las mujeres que pertenecían a una hermandad laica asociada a los templarios.
Recuerdo, aún hoy con rabia, cuando me enteré de cómo acabaron con los templarios porque se convirtieron en la banca más poderosa del mundo, y por orden del Papa Clamente V se decreta la disolución oficial de los templarios en 1312 y se ejecuta al último gran maestre, Jacques de Molay, poniendo fin así al auge templario que comenzó en la parte norte de los pirineos.
Llegado el momento, ataviados con las túnicas, donde destacaba en rojo nuestra cruz templaria, desfilábamos por las calles. Al finalizar el desfile, comienza la proclamación de los nuevos caballeros. ─Ojalá, abuelo, pudieras estar hoy conmigo ─ suspiré durante el acto en el que me proclamaban Caballero de la Orden de Monzón, como en su día los haría el gran maestre Guillem de Mont-Rodón: hinco rodilla en tierra, agacho la cabeza, me tocan los hombros con la espada y declamo el lema “Non nobis, Domine, non nobis, sed nomini tuo da gloriam”.













