«Todo María G. Vicent» (@MariaGVicent50): «Mamita» (II) (Relato)

Ayer tuvimos la primera parte hoy vamos con la segunda del relato Mamita

Mamita (Un cuento cubano)

Segunda parte

Mi antepasado era un hombre afortunado que pertenecía a una de las mejores familias de Santiago de Cuba. Hizo una gran fortuna importando tejidos desde España y como joven y amante de la vida que era se dedicó a enamorar a todas las bellas mujeres que encontraba a su paso. Las madres de las muchachas casaderas se lo disputaban, pero Leandro nunca había encontrado a ninguna que se adueñara de su corazón. Por eso fue dejando un rastro de corazones rotos y madres disgustadas.

Nunca le importó no enamorarse. La vida era para vivirla de forma apasionada, disfrutando de todo lo que le pudiera ofrecer. Esto era lo que pensaba Leandro. Pero un día en una fiesta que daba el nuevo gobernador enviado por los Borbones, conoció a doña María de Céspedes.

La atracción entre ellos fue tan súbita como inesperada. Doña María era la esposa del gobernador y por tanto fuera del alcance de Leandro. Pero no quería renunciar a ella y le propuso huir lejos hacia el continente, para vivir su amor. Doña María, pese a que también le amaba, tuvo miedo y se negó a seguirle. Leandro desesperado y no queriendo encontrarla allá adonde fuera, se marchó de Santiago a La Habana. Una vez aquí construyó esta casa pensando en ella y convencido de que alguna vez la podrían habitar juntos. Pasaron los años y aunque se casó, nunca pudo olvidarla. No volvió a Santiago, pero siempre tuvo noticias de la vida de doña María y así se enteró de que había vuelto a España con su marido. Una vez recibió una carta de ella en la que le explicaba que le amaba, que toda la vida seguiría amándole y que sabía que más allá de la vida volverían a encontrarse. Cuando Leandro supo que había muerto por efecto de unas fiebres, se disparó un tiro y dejó una carta explicando que si solamente muriendo podía estar a su lado, le parecía que era una buena forma de morir.

Tan abstraída estaba pensando en la historia del anciano, que no me di cuenta de que había concluido y que me volvía a mirar con aquella expresión intrigada con la que me había recibido en el jardín.

—Es una historia muy bella, pero demasiado triste —dije —¿Por qué no fue a buscarla?

—¡Ay señorita! —me contestó el anciano —eran otros tiempos y si hubiera ido a buscarla probablemente el marido hubiera acabado con él para salvaguardar su honor.

—¿Era una mujer bella? —le pregunté con curiosidad.

—No demasiado bella —me contestó —pero su expresión era de una dulzura que arrebataba. Y eso fue lo que volvió loco a Leandro. Pero… ¿le gustaría verla? —y mientras hablaba se incorporó. —Leandro hizo pintar un cuadro en el que el pintor captó su expresión de una forma total y lo hizo colgar en un salón de la casa. Desde entonces todos sus descendientes varones, como si fuera una maldición, nos hemos enamorado del rostro de esa mujer inalcanzable, que sigue viva en esta casa aunque jamás la habitó.

Su voz pareció teñirse con un punto de tristeza. Le contesté:

—Sí, me gustaría conocer a esa mujer capaz de despertar una pasión que duró toda la vida. Tuvo que ser un gran amor para llevar a un hombre a la muerte.

El anciano volvió a coger mi brazo y después de andar unos pasos se detuvo delante de una puerta que permanecía cerrada. Antes de abrirla, me miró con aquella sonrisa indescifrable que bailaba en sus labios. Giró el pomo y la empujó con fuerza. La gran puerta cedió con facilidad y al hacerlo vislumbré el interior del salón. Una luz muy tenue iluminaba las paredes tapizadas de rojo y los espejos con marquetería que las adornaban. Sillones dorados con escabeles se repartían por aquí y allá. Y al fondo sobre una chimenea francesa, el cuadro de una mujer vestida en tonos azules dominaba con la certeza de saber que aquello existía por ella.

No podía ver claramente su rostro y miré al anciano con un mudo ruego. Él me empujó suavemente hacia el interior de la estancia y en el momento que llegaba delante del cuadro, encendió las luces.

Sentí una sensación que no pude definir. Desde allí arriba me miraba una mujer que era casi idéntica a mí. La misma forma del óvalo de la cara, el mismo color de ojos y de pelo. Las manos que se apoyaban en su regazo parecían una copia de las mías. Era yo, con un vestido del siglo XVIII. Parecía que me observaba y, en su mirada, percibí una intensidad que no me era del todo desconocida. Sentí dentro de mí lo que emanaba de la mujer del cuadro y era una tristeza tan profunda, que ni siquiera el bello vestido y la sonrisa apenas dibujada en sus labios, era capaz de disimular. Noté que todo se movía a mí alrededor y me tambalee. El anciano me sujetó con fuerza.

—¿Lo entiende ahora, mamita? —me dijo —Pensé que era ella, doña María, cuando la vi en el jardín. Como si hubiera regresado a una casa que era la suya.

No supe qué contestarle. De repente sentí la necesidad de salir de allí y me apresuré hacia el corredor para bajar las escaleras a toda velocidad. Detrás de mí la voz del anciano sonaba con inquietud:

—Por favor, mamita, no tenga miedo. Espere un instante, tengo algo que darle.

Ya estaba casi en la calle cuando volví y le vi bajar con cuidado las escaleras. Algo en su forma de mirar me hizo detener. Cuando llegó hasta mí levantó la mano y me acarició con delicadeza el pelo, luego la extendió para estrechar la mía. No dijo nada, se retiró hacia dentro del jardín y cerró la puerta.

Me quedé allí desorientada y sin saber qué pensar. Entonces me di cuenta de que había dejado algo en mi mano. Un pequeño papel doblado. Lo abrí y encontré un poema.

Sueño que sueño deseos

sueños de que soy tu dueño,

sueños de acariciarte,

deseo de mis deseos.

Leandro

Me pareció que la angustia bajaba por mi garganta. Las lágrimas convertían en borrosas las casas que me rodeaban y el deseo de llorar, pero el miedo a hacerlo, me impulsaron a alejarme despacio.

En mi piel notaba que el amor que aún existía en aquella casa, había venido a buscarme a través de los siglos. El eco de las palabras del anciano «Y como una maldición todos los varones nos enamoramos del rostro de esa mujer inalcanzable» quedaron grabadas en mi pensamiento y flotando en las calles aún tranquilas de La Habana Vieja.

María G. Vicent

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Escritora, bloguera, podcaster, enamorada de todo lo que huele y sabe a Cultura
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