Para este martes os he ttraido la primera parte del relato Mamita
Mamita (Un cuento cubano)
Primera parte
El calor de una luminosa tarde de verano me había llevado hasta aquella esquina bañada por la umbría, en una de las estrechas calles de La Habana Vieja. El silencio, apenas roto por una melodía lejana, me hizo mirar alrededor, contemplando otra faceta de aquella ciudad que me estaba robando el corazón. Las mismas calles, pero ahora silenciosas, dormidas, alejadas del bullicio mañanero.
A mi espalda y abierta, una gran puerta de madera con un precioso trabajo de estarcido en forma de flores y pájaros, dejaba imaginar, más que ver, la entrada a un patio lleno de plantas tropicales. Contemplé la antigua casona pintada de blanco y rosa, y, por un afán curioso, me metí en aquel patio exuberante. Me pareció sentir una sensación de apremio cuando crucé el marco.
Dentro el calor disminuyó y se respiraba un ambiente algo húmedo, pero apacible. Las losetas de varios colores que cubrían las paredes hasta media altura, brillaban con suavidad y la galería superior que rodeaba todo el patio me hizo pensar en una gran corrala madrileña, de las que ya existen pocas. Las columnas de madera que sustentaban la galería se veían lisas y pulidas mientras que en los capiteles que las unían con el techo se repetían las flores y pájaros que aparecían en la puerta. Por todos los rincones las plantas, que crecían sin control, le daban una apariencia de bosque salvaje. Los mirtos competían con los acantos; los plátanos, con un vaivén perezoso, rozaban apenas las ramas de un flamboyand cuyas flores se abrían como rojas heridas sobre las hojas verdes de un árbol de lima que medraba a su sombra. Los helechos se extendían sobre un pequeño estanque y en el fondo se adivinaba un escudo feudal desde donde me miraba un halcón negro posado en una mano cubierta por un guantelete. En su centro, un pequeño caño que vertía agua, creaba círculos que desaparecían al rozar con los bordes. Al caer rompía el silencio con el sonido de las gotas al tropezar sobre la superficie del estanque.
Me había quedado ensimismada con el murmullo del agua y el silencio, cuando oí una exclamación a mi espalda; —Dios mío, mamita.
Al volverme, vi avanzar hacia mí a un anciano alto, delgado, con abundante pelo blanco recogido en una coleta que le caía por la espalda. Parecía tener muchos años, pero andaba firme y erguido. La sorpresa mezclada de emoción que se reflejaba en su cara, me produjeron un ligero sobresalto. No parecía enfadado por mi intromisión, tan solo sorprendido.
Fui hacia él mientras preparaba una disculpa, pero el hombre, no me dejó hablar.
—Buenas tardes, señorita —me dijo. Pero tuve la absoluta seguridad de que se había arrepentido de lo que quería decir en el último momento y sus palabras fueron corteses.
—Disculpe si la he asustado, dormitaba en mi silla —. Al decir esto me indicaba con el gesto una mecedora que se encontraba medio oculta en una esquina del patio— y al despertarme de repente y verla, no he podido reprimir mi exclamación. ¿Le gusta mi jardín?
—Sí, es precioso —le contesté. — Pedone la invasión, pero algo me llamó la atención cuando vi esta casa. No sabría decirle por qué, es como una sensación de déjà vû —y al decirle estas palabras me di cuenta de lo ridículas que podrían sonar en sus oídos. Pero no, me miró fijamente mientras la sombra de una sonrisa se paseaba por la comisura de sus labios.
—¿Quiere que le enseñe la casa y le cuente su historia? —me dijo. Debí poner una expresión afirmativa porque mientras me cogía del brazo de una forma familiar, empezó a caminar hacia donde empezaba la escalera que conducía al piso superior. Mientras subíamos inició su historia.
—Esta casa la construyó don Leandro García de las Heras, un antepasado mío. Era un rico comerciante que hizo traer de España todos los muebles, las cortinas y los enseres que conserva la casa. ¿Se ha fijado en las columnas que sostienen la terraza? Es madera de ébano, una de las más preciadas y sobre todo en aquellos tiempos. Rondaba el año 1720 cuando se construyó. Pero lo curioso es que él nunca llegó a vivir aquí. La casa era para una mujer.
—¿Una mujer? Eso resulta muy romántico. A mí no me importaría que me construyeran una casa semejante —dije, mientras miraba con atención el corredor frente a nosotros. Largo y muy amplio, a un lado se abrían ventanales con persianas que llegaban hasta el techo y daban al frondoso patio de la entrada. Por otro lado, las puertas que pensé debían de llevar a los salones y a las habitaciones. En el techo lámparas de hierro forjado se mezclaban con ventiladores de estilo colonial. El conjunto iluminado por la luz del sol que entraba a través de las persianas medio cerradas, era tan delicado que me hizo exclamar: —¡Es bellísimo!
El anciano me miró con complacencia mientras se sentaba y me hacía sentar a su lado, en un banco de madera que corría a lo largo de la pared.
—¡Ah señorita!, debe perdonarme, pero soy ya muy viejo y sólo por subir la escalera me siento agotado. Pero no se preocupe, aquí, cómodamente sentados, le podré contar la vida de don Leandro.
Y así, mientras una luz dorada caía sobre nuestras cabezas, apenas inclinadas la una hacia la otra, el anciano comenzó su historia.
Mañana tendremos el final de este relato
María G. Vicent














