Capítulo 21: el regreso del soldado
En la anterior entrega de esta saga dedicada a la vida de don Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel, tercer duque de Alba, lo dejamos con la mosca detrás de la oreja porque su relación con el heredero del emperador —o sea, el futuro Felipe II— no era muy allá, y para colmo éste empezaba a dejar que otro —Ruy Gómez de Silva— le comiera las suyas que daba gusto. Pero donde no le llegaba el tacto como cortesano, ahí estaba el soldado para dejar claro quién era don Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel. Ea. La oportunidad llegó desde Alemania, donde al emperador le estaban preparando una encerrona hors catégorie. Y ésta llegó a ser tan gorda que incluso le pudo costar la vida.
Resulta que Carlos I de España y V de Alemania había otorgado el mando del ejército imperial al duque Mauricio de Sajonia. O sea, el mando el corral de gallinas en manos del zorro. En 1552, Carlos le había encomendado dominar la ciudad de Magdeburgo, luterana hasta la punta de las torres de su catedral —y miden algo así como cien metros de altura las dos—. ¿Qué pasa? Lo que tenía que pasar: Mauricio entró en contacto con príncipes alemanes descontentos, luteranos a más no poder. Más en concreto, con el hijo de Felipe de Hesse, que era su suegro, y al que Carlos tenía preso. Para rematar la faena, Enrique II, hijo de Francisco I de Francia, también metió la nariz en el asunto deseoso de tocarle las narices —vamos a dejarlo ahí— al emperador. Primero, al enterarse del vodevil en que se había convertido la sucesión al trono imperial, de lo que ya hablé en anteriores entregas, y que tenía tanto a Fernando, hermano del emperador, como a su hijo Maximiliano más calientes que el palo de un churrero. Segundo, reclamando los territorios que los Habsburgo tenían en Italia. Como canta el maestro Sabina en Pero qué hermosas eran, Enrique II dijo esta es la mía y aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid y los luteranos estaban reuniendo tropas, él decidió enviar un ejército a Lorena. Y mientras, Carlos haciendo oídos sordos a todo aquel que le decía ojito con Mauricio, que te la va a liar. Que menudo pájaro, etcétera.
Hasta que le notificaron que Mauricio se había apoderado de Augsburgo y se la traía al pairo lo que le dijera el emperador. Y esto, estando Carlos en Innsbruck, a un tiro de piedra, y protegido únicamente más que por un puñado de soldados y sin un duro para proveerse de algunos más. No tardaron en llegarle noticias de que Mauricio, viendo el percal, pues eso, lo que canta Sabina. El emperador encomendó a un hombre de su confianza, el noble Juan Manrique de Lara, para que fuera a España a uña de caballo e informara al futuro Felipe II de lo que se estaba cociendo en Alemania; y, ya de paso, que mandara soldados para arriba, que la cosa tenía peor pinta que los tomates de más de un supermercado.
En definitiva: media Alemania levantada contra él, Enrique II mojando el pan en todas las salsas, y él —el emperador— en Innsbruck con el aliento de Mauricio detrás del cogote. Chungo, no lo siguiente.
Conocido el asunto, Felipe se pilló un rebote… Henry Kamen, más resabiado, lo deja en «se enfureció al saber que su padre había sido humillado». Ahora toca agarrarse, que vienen curvas fuertes. Prosigue Kamen: «No era menor el enojo de aquellos que recordaban a Mauricio de Sajonia como amigo: «Gran vellaquería fue la de Mauricio», lamentó Ruy Gómez».
¿Quién se fue para Alemania como el emigrante a trabajar en la película Vente para Alemania, Pepe, por orden del príncipe entonces y futuro Felipe II? «Varios nobles castellanos partieron de inmediato para ayudar al emperador», refiere Kamen sobre el particular. ¿Y don Fernando? «Pensando que no tenía nada que ganar quedándose en España, les acompañó». Así se las gasta don Henry.
En definitiva, don Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel al rescate. Podría estar todo lo resentido que quisiera con el hijo «por lo que él consideraba un tratamiento mezquino e irrespetuoso» hacia su persona, como explica William Maltby en El gran duque de Alba, que el emperador era al emperador. A quien no soltó aquello de Fernando Galindo, un admirador, un esclavo, un amigo, un siervo por purita vergüenza. Y es que, «en definitiva, eran dos soldados [Carlos y Fernando ] y se comprendían casi sin necesidad de hablarse; en fuerte contraste con las reservas que ya hemos visto que el príncipe mantenía con el duque», refiere al respecto Manuel Fernández Álvarez en El duque de Hierro.
Así que, para Alemania, Fernando, en compañía de siete mil soldados de infantería, a los que se unieron algunos tercios procedentes de Italia.
Ya la tenemos montada —una vez más— para la siguiente entrega.
Ahora dale al podcast en ivoox, recuerda hay variaciones.
🎧👇🎙














