Ya va quedando menos para llegar al desenlace de este oficio de tinieblas
PARTE 4
Madrid, 1885
El aroma de medicinas agriadas, de sudor, enfermedad y muerte, irritó las fosas nasales del padre Soto. Sin embargo, su rostro no mostró malestar mientras sus dedos bajaban con delicadeza los párpados del chiquillo. La cadencia de la oración que acompañó su gesto no logró ocultar los sollozos de una madre desconsolada: nada había en el mundo tan doloroso e hiriente como ese sonido; ¿cuántos años tenía la criatura? ¿nueve? ¿ocho?
El cólera campaba nuevamente a sus anchas por Madrid. No distinguía pobres de ricos, jóvenes de ancianos. Conocía a aquella familia, no eran adinerados, pero poseía un pequeño negocio de telas cerca de San Bernardo que les había permitido vivir con cierta holgura. Primero había sido el padre, después la benjamina de apenas unos meses y le siguió a los pocos días, ese muchacho, Abel, el mayor.
Tras persignarse, se incorporó, intentando ignorar el dolor de sus cada día más agotados huesos; no era cuestión de edad, bien lo sabía.
—Coja a la muchacha, doña Ana, y vaya al campo. No es sano que permanezcan en esta casa, no…
La mujer no escuchó. Aferró el cuerpo de su hijo entre alaridos desgarrados; en la cabecera del lecho, la mediana de sus hijos, lo único que le quedaba, contemplaba la escena con calma, los ojos muy abiertos.
—Carmen, daré aviso a tu tía, la que vive en la Ronda de Toledo. Vendrá a buscaros —. El sacerdote acarició la mejilla de la niña; a pesar del brillo de sus ojos, por fortuna, no parecía febril —. Os iréis todas al campo por unos días.
—¿Vendrá ella? —musitó.
—¿Tu tía? Claro, tu madre necesitará toda la ayuda y el afecto posibles.
La chiquilla parpadeó, intentando comprender la respuesta del sacerdote.
—Ella, padre, la dama de las manos frías y los ojos brillantes, no mi tía Joaquina. Hablo de la dama que aguarda fuera, tras la puerta, la dama que le acompaña, padre. A veces entra, se sienta a mi lado en la cocina y me habla; es una señora principal, ¿verdad, padre?
El gesto de Hernán no cambió. De ser otro hombre, diría que el dolor había afectado también a la chiquilla. Pero, en su vida, una vida que, sabía finita y, quizás, intuía, cercana a su fin, había visto muchas cosas. Atesoraba los recuerdos de lo más sagrado y de lo más terrible en lo más íntimo de su ser y, algunos de ellos, rezaba porque sólo hubiesen sido producto de su mente de niño.
Recuerdos que sólo había podido nombrar una vez adulto, una vez ordenado sacerdote.
Sin apartar la mirada de la niña, buscó a tientas en el maletín que portaba para administrar cualquier sacramento fuera del templo. Sus dedos reconocieron la forma inconfundible de la medalla, leyeron la inscripción labrada en la plata.
—Carmen, las mujeres vendrán pronto para velar y arreglar el cuerpo de Abel. Cambiarán su ropa y le pondrán su traje de domingo; antes de que terminen, pon esta medalla en el cuello de tu hermano—. La mano del sacerdote se abrió para mostrarle la imagen de San Benito—. Le hará bien, confía en mí.
La chiquilla asintió, contemplándole con ojos tan puros e inocentes como luceros. Comenzaban a llegar los allegados de la casa y, tras unas últimas palabras de consuelo, Hernán dejó el piso. Anochecía en Madrid y el descansillo se oscurecía. Tanteó en busca del pasamanos y lo aferró con fuerza: el dolor volvió a descargarse a través de los nervios rotos, su rostro se contrajo y gimió.
“Cáncer, cáncer en los huesos”, había sentenciado el galeno de corte que Águeda le aconsejase, “láudano, amigo, morfina y, si no le nubla el juicio, opio”. Hombre de Dios, había aceptado su sino, lamentando lo, según él, temprano de su llamada, había aceptado el dolor, esa tortura que aumentaba día a día y que, pronto, le mantendría atado a su catre hasta que la Voluntad de Dios, la Muerte le llevase. Hubiese querido partir más tarde de este mundo con más años y sabiduría, pero no estaba en su mano cuestionar los designios de Dios y ya sólo rezaba por hacer leves e indoloras sus últimas semanas antes de presentarse ante el Altísimo.
Con un gemido, Hernán enderezó el cuerpo y, sin soltar la baranda, comenzó a bajar la escalera. Se detuvo, creyendo haber sentido un leve roce en la nuca, allí donde su cabello formaba rizos rebeldes que ni siquiera la navaja lograba domar. Volvió la cabeza para encontrar lo que su razón le decía que encontraría: la penumbra de la tarde y el descansillo vacío.
“Tan sólo una corriente de aire, pánfilo”, se dijo.
Treinta años había esperado. La había imaginado en la oscuridad, la había buscado en pasillos de hospicios y sanatorios, en hogares prohibidas por la epidemia. Incluso la había soñado como hombre, que si alguna vez un nombre, un rostro de mujer tentasen su Fe, ella había sido la culpable. Todo por los recuerdos de un crío.
Y, si, treinta años que le habían servido para conocer que no estaba solo el Hijo de Dios entre crepúsculo y alba y, durante años, había observado a sus moradores, a las abominaciones sin nombre y a los condenados al dolor, al olvido eternos.
Sonrió con tristeza a la oscuridad, al perfume de claveles que, por un instante, se coló entre su pelo.
Pocos días después, el padre de Soto supo que no volvería a levantarse de su lecho.
Ahora dale a la ilustración para escuchar el podcast, recuerda que no son iguales, incluyo alguna variación.
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La próxima encarrilamos la recta final de Inés.













