‘Pa’ habernos ‘matao’ por @VictorFCorreas, serial sobre el duque de Alba, incluye el podcast de @ivoox: «Alba versus Silva»

Capítulo 20: Alba versus Silva

Dos hombres y un destino. En lugar de Robert Redford y Paul Newman, Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel y Rui Gómez de Silva. El destino: ver quién la tenía más larga, digo cual de los dos poseía más capacidad de influencia sobre el que se aprestaba a ser rey de una inmensa red de territorios. O sea, el segundo de los Felipe visto a que su padre, su Sacra Cesárea Católica Real majestad Carlos —será por tratamiento— le estaban entrando unas ganas tremendas allá en Bruselas de mandar todo y a todos a escalfar cebollinos.

Por un lado, el tercer duque de Alba, el recomendado por su padre. «Duque Gravedad», como —dice William S. Maltby en El gran duque de Alba— se refería a él un pasquín aparecido en Valladolid en 1548. «Alto, sombrío y ascético, su presencia física era casi opresiva. Sobre todo, poseía el don de la absoluta certeza».

Para el futuro Felipe II, un quiero y no puedo: lo quiero a mi lado por todo lo que me ofrece, pero no puedo verlo ni en pintura, por abreviar. Vuelve Maltby: «La indecisión le oprimió hasta su muerte, pero en Alba encontró un consejero que raramente dudaba sobre ninguna cuestión, o al menos así parecía. A Felipe no le agradaba su compañía y es posible que incluso le disgustara, pero era indispensable no sólo por su talento militar sino por su habilidad para dar expresión a los valores del propio Felipe en situaciones en que había muchas posibilidades de que se confundieran. No era exactamente favor lo que le dispensaba, pero a todos los efectos era prácticamente lo mismo».

Unamos a todo lo anterior el puesto de mayordomo mayor, con sus más de 6.000 ducados anuales de sueldo, que otorgaba al duque acceso total a Felipe del que en no pocas ocasiones solía abusar. En consecuencia, un nexo de unión entre la Iglesia, el Ejército y la Corte. El gran duque de Alba, por sintetizar.

Comparado con esto, dónde va Ruy Gómez de Silva, estarás pensando. Visto así, tenia todas las de perder.

Peeeero….

El niño que había llegado a España como paje de la casa de la emperatriz Isabel, o sea, la madre de Felipe, pronto pasó a la casa de su hijo. Once años mayor, pasó lo que tenía que pasar: de ser compañero de juegos se convirtió en confidente; y una vez adulto, contó con la total estima de Felipe por su talante afable y obsequioso —aquí Ruy, un admirador, un esclavo, un amigo, un siervo—, además de por su absoluta lealtad. Nada de consejos paternalistas sobre qué hubiera hecho vuestro padre en tal o cual situación. Era un joven sosegado, adulador e inteligente. O lo que es lo mismo: un compañero agradable. «Si Felipe II conocía al otro Ruy Gómez, al autor ambicioso y endurecido de inescrupulosas intrigas, nunca dio muestras de ello», cuenta al respecto Maltby.

Por consiguiente, «el antiguo paje tenía verdadero ingenio para ser humilde y un delicado sentido de hasta dónde podía llegar sin incomodar a un señor. Siendo el perfecto valido, era una opción lógica para el puesto de camarero mayor».

Atención: mayordomo mayor vs camarero mayor. ¿Quién gana? Ni punto de comparación, estarás diciendo. El duque le mete una hondonada de hostias que lo flipas y tal, Pascual. Que sí que sí, poder escaso, pero —ojo al dato que decía el inmenso, mítico y único José María García— era un cargo que suponía un servicio casi constante al entonces príncipe. Y el casi, por no decir constante del todo.

¿Quieres un ejemplo? Lo despertaba por la mañana, lo atendía al acostarse, y durante veinticinco años fue el cortesano más próximo a Felipe. Más que nadie. El puto amo. Y eso siendo extranjero —portugués— sin título, sin haber nacido en el seno de una familia fetén como la del duque, y sin extensos vínculos con la nobleza castellana. Pero, ¿qué ocurre? Al arrimarse a Felipe comenzó a ganar ascendencia sobre él; y a los pocos meses de su nombramiento, muchos de los que querían pintar algo ante el rey no dudaron en alistarse a su bandera. Que mira este pájaro, que es el que pía a los oídos reales… Unos años después, para 1550, ya contaba con tantos adeptos como el duque.

El acabose para Ruy Gómez de Silva fue casarse en 1552 con —chan ta ta chan—doña Ana de Mendoza y de la Cerda, hija única del conde de Melito. Sí, la celebérrima princesa de Éboli. Una Mendoza, atención; que en cuestiones de linaje era equiparable al de Alba en prestigio y muy superior en rentas y títulos. Y de tontos no tenían ni un pelo. Viendo la poca representación de la que gozaban en los altos vuelos de la Corte, en 1548 le echaron el ojo a aquel favorito sin tierras. Como para perder esa oportunidad que sólo se presenta una vez en la vida. Por lo que «lo cortejaron con una insistencia casi indecorosa», como dice Maltby. Acoso y derribo, vamos. Aunque hubo que esperar hasta 1556 para consumar el matrimonio con Anita —porque todavía lo era— a la tierna edad de doce años, sin que nadie atisbara entonces en ella la mujer hermosa y temible en que se convertiría años después.

Así fue cómo se formaron dos facciones —te has dado cuenta, ¿no? Siempre dos pase el tiempo que pase— que dominaron la política cortesana —y hasta los escándalos relacionados con ella— hasta 1579-1580: los Alba y el bando encabezado por Ruy Gómez de Silva. «Personalidades antitéticas y, a pesar de que lograban convivir, en ocasiones durante largas semanas, en términos de una cortesía aceptable, su antagonismo era profundo y visceral. Si un cortesano se entendía bien con uno de ellos, era imposible que el otro deseara su amistad», resume Maltby.

En definitiva, va a estar entretenida la cosa a partir de ahora, por si no teníamos bastante.

Ahora dale al podcast en ivoox, recuerda hay variaciones.

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@VictorFCorreas

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