Capítulo 18: Con la L a la espalda (1)
Que sí: Mühlberg fue el momento cumbre de la vida del emperador Carlos V: muertos Barbarroja, Francisco I y Martín Lutero, derrotados los príncipes protestantes alemanes —la ciudad de Magdeburgo todavía se empeñaba en asomar la patita—, se encontraba en su prime, que se dice ahora. En su prime de poder, digo, porque físicamente no estaba para muchas coplas. La campaña alemana lo dejó extenuado, y la gota y otras dolencias remataron la faena. El mejor reflejo de su estado nos lo ofrece el cuadro pintado por Tiziano en el que se le ve sentado en un sillón con una expresión de dejadme vivir, dejadme en paz que te rilas.
Había llegado el momento de pensar en dar un paso al lado y cedérselo a su hijo. Para empezar, dejó escritas para él las Instrucciones, fechadas en Augsburgo el 18 de enero de 1548 mientras estaba en Alemania: un compendio de cómo desenvolverse en adelante con todas las monarquías y los príncipes de su tiempo. Después, el futuro Felipe II tenía que salir a pasear con la L a la espalda. O lo que es lo mismo: «Era preciso sacar a Felipe de aquellas lejanas tierras del corazón de Castilla para presentarlo en el otro corazón, el de Europa, para que conociera y fuera conocido por toda la Cristiandad», escribe Manuel Fernández Álvarez en El duque de Hierro. No vamos a entrar aquí en la controversia acerca de quién debía ser el futuro rey de romanos una vez muerto el emperador, si su hijo o el primogénito de su hermano Fernando, Maximiliano. Eso es harina de otro costal.
El viaje comprendía una visita a Bruselas, donde iría el emperador una vez recuperado de las hostialidades con los protestantes. Pero, en lugar de viajar por el mar de Poniente para subir a los Países Bajos, lo habría de hacer por el Mediterráneo; y de allí al norte de Italia para, tras caminar por los oportunos pasos alpinos, entrar en Austria y cruzar el sur de Alemania y, así, llegar a los Países Bajos. Sólo escribirlo ya cansa, así que imagínate hacerlo.
¿Y quién se iba a encargar de que al futuro Felipe II no le faltara de nada, que no que no, en todo momento? Blanco y en botella, don Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel convertido en mayordomo mayor de la casa de Felipe II. Ole, ole y ole. «Esto es, como una especie de director de orquesta de la nueva música que había de sonar en toda Europa», explica Fernández Álvarez. Que Carlos V tenía ya en alta estima al duque lo refleja el comienzo de las Instrucciones imperiales que le entregó: «Instrucción al Duque: Habiéndose tratado y platicado en vuestra presencia tantas veces lo que toca a venir al serenísimo Príncipe y la resolución que en esto hemos tomado y cómo y cuándo se debe poner en execución, remitiéndolo a todo lo que tenéis y lleváis entendido de nuestra intención…». Ser mayordomo mayor lo convertía, como bien recuerda Henry Kamen en El gran duque de Alba, en jefe de la casa de Felipe y de todo lo relativo a ella. O lo que es lo mismo: «Tenía derecho a acompañar al príncipe en los actos religiosos y en todos los compromisos oficiales, podía dictar las normas que establecían el orden para verlo y decidía las audiencias. El cargo le confería una influencia sustancial sobre la corte del príncipe y las aproximadamente 1.500 personas empleadas en ella. Con su gran experiencia en asuntos políticos y militares tenía todo el derecho a creerse indispensable».
Ni que decir tiene que el duque de Alba partió de Alemania echando hostias —Manuel Fernández Álvarez, más sutil, prefiere llamarlo por la posta— y se presentó en Castilla en la primavera de 1548. Hechos todos los cambios en la Corte castellana según las intenciones del mismo duque, lo cual se alargó hasta el mes de agosto —había que adecuarse para lo que les esperaba en Flandes en cuanto a magnificencia y ostentación. Aquello era hors catégorie. Ni que decir que más de un noble vertió toda su bilis sobre él por sentirse ninguneado—, había llegado la hora de que el heredero, con veintiún palos a cuestas, iniciara el grand tour, como lo llama Fernández Álvarez. Pero ¿qué ocurre? En ausencia de su padre, Felipe ya gobernaba España a su manera y rodeado de gente de su gusto toda vez que las personas de las que le rodeó su padre —el cardenal Tavera, Francisco de los Cobos, Juan de Zúñiga…— ya habían cerrado sesión. Entre esa gente de su gusto destacaba un joven portugués llamado Ruy Gómez de Silva. Años más tarde se le conocería como el príncipe de Éboli. Ve apuntando este nombre. Tocaba encontrar un sustituto, y el elegido fue, precisamente, el hijo de su tío Fernando, Maximiliano —hijo de un español pero nacido en Austria. Te imaginarás la gracia que hizo a los españoles del momento—, que llegó a Castilla el 13 de septiembre de 1548 como rey de Bohemia, título concedido por su padre.
En total, el futuro Felipe II permanecería tres años fuera de España, desde 1548 hasta 1551. Al amanecer del 2 de octubre, la comitiva del futuro Felipe II partió de Valladolid rumbo a Barcelona. Ahora: recuerdo que quien lo acompañaba como el puto amo de todo lo que lo rodeaba era el duque de Alba. Es decir: una figura elegida por su padre, el emperador Carlos. ¿Le hizo gracia ese nombramiento a Felipe? Más cuando, como bien cuenta William S. Maltby en El gran duque de Alba, «se haría evidente que Carlos V había creado precisamente la clase de personaje contra el cual había advertido a su hijo en 1543: un noble con una base de poder que se extendía más allá de sus propios dominios y que poseía, por consiguiente, su propia facción o bando».
Aquí queda la pregunta esperando respuesta…
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