Comienza un nuevo «Oficio de tinieblas» por Pilar Rodríguez (@PilarR1977) con la colaboración especial de Enrique Liébanas (@Mr_Kikelin): «La confesión del lobo Feroz» 

La confesión del lobo Feroz

Desde el punto de vista del Lobo Feroz, la culpa de todo era de esa inconsciente y desesperadamente encantadora Caperucita; en su modesta opinión todos sus desencuentros y malentendidos tenían siempre el mismo origen: la incapacidad de esa oscura Caperucita para reconocer que, en el fondo, estaba loca por él, por el Lobo Feroz. Caperucita era la mala del cuento y él tan sólo una víctima de esa inmadura criatura decía haber perdido la cestita de dulces para su abuelita (y es que, desde la primera vez que ella, con su media sonrisa de niña malvada, le contó esa fábula entre susurros, él supo con seguridad que mentía, que lo de la abuelita enferma era otro más de sus cuentos y no precisamente de hadas). Él, un pobre y enamorado Lobo Feroz, sólo era en verdad fiero con la luna llena, cuestión de naturaleza, mientras que la maldad de esa Caperucita era la misma cualquier noche.

Muchas lunas menguaron y crecieron desde la tarde en que ella requirió sus servicios, desde el instante en que el Lobo Feroz se rindió a su belleza decadente de hija del crepúsculo, a sus caprichos, a su mirada de tormenta. Después, como la Luna Nueva, la oscuridad de un reproche tras otro, momentos en los que él se defendía afirmando (con razón) que fue ella misma la que decidió meterse en la boca del lobo…nadie había obligado a esa Caperucita no muerta a solucionar los asuntos de los chupasangres con la ayuda de un licántropo…

En el cuento, la niñita perdida, se internaba en la espesura, con la advertencia materna de no detenerse ante los halagos de desconocidos. A su particular señorita de rojo también la enviaba su madre (su hermana, para ser honestos, pero un cuento es un cuento y el licántropo es hombre respetuoso con las tradiciones), sólo que en esta fábula sombría fue la misma madre la que empujó a su hija a lo más profundo de una noche peligrosa, a veladas prohibidas de luz de gas y absenta en copas de fino cristal…a las fauces del depredador.

Llegados a este punto conviene aclarar que lo último que pasó por la cabeza del licántropo fue devorarla, al menos no como lo haría su homónimo del relato clásico (cánido estúpido, más perro que lobo, sin duda) Ya enredado en el asunto, mejor acompañar a Caperucita en su aventura y comprobar qué escondía esa criatura bajo su capa. Y es que, viéndola de cerca, tampoco haría ascos si le daba por meterse en lo más oscuro del bosque, si se lanzaba de cabeza al peligro (una cabeza bien bonita, de hecho) …, que era lobo, sí, pero también hombre hecho y derecho, digno de ese nombre…

Y entonces, ella, su voz.

«¿Por qué tienes esos ojos tan grandes, Lobo Feroz?», preguntaba sin una pizca de inocencia en su sonrisa de colmillos desplegados.

Él, incapaz de confesarle la verdad, mentía como un bellaco, «Para vigilar tus pasos, pequeña bruja».

Caperucita reía, leyendo fácilmente, más por mujer que por hechicera, bajo el disfraz del depredador, «Dime, perrito, ¿y esas manos tan grandes como garras? No, no contestes, le susurraba al oído, sé muy bien lo que deseas, retorcerme el cuello… ¿verdad?”

Cierto, bien sabía él lo que el lobo deseaba y retorcerle el cuello no era una de las primeras tareas anotadas en su lista (ahí, cosa rara, estaban de acuerdo ambos)

«Y esas fauces, ¿gran lobo malvado?, dulce, apenas un suspiro sobre sus labios secos en noche de Luna Llena, ya casi más bestia que hombre.

«Caperucita mía, son para comerte mejor»

Huelga decir que el lobo era un caballero, que Caperucita se consideraba a sí misma una dama (cuestión discutible en opinión del sufrido licántropo que habría de ser analizada con calma) y que,, siempre según Caperucita y el Lobo Feroz, la culpa de todo fue del plenilunio.

Por desgracia, hay un alba incluso tras la noche más oscura, no digamos tras una noche de luna…”por desgracia”, maldecía el lobo, aún con su nombre y su sabor en los labios, pues lo de devorarse fue cosa mutua (pero, ha de quedar claro, el lobo era un caballero y no permitiría manchas sobre la reputación de esa señorita) Ella, su veleidosa princesa oscura, su condenado ángel de sangre y tormenta, no tardó en huir de sus brazos, pateando su dignidad y, lo peor, destrozando el corazón del Lobo Feroz y del hombre que lo cobijaba. A esas alturas nadie lo tomaba por un cachorrillo indefenso y, por descontado, no pensaba permitírselo ni siquiera a Caperucita. Más furioso que nunca en su larga existencia, el Lobo Feroz siguió su rastro de sangre y perfume de violetas, convenciéndose a sí mismo de que esta vez sí que iba a devorarla como de él se esperaba.  

La buscó a través de la noche, entre la niebla de bosques que ocultaban monstruos más peligrosos que él mismo…

…para, finalmente, salvarla de las garras de un malvado Cazador empeñado en acabar con esa falsa niñita perdida de una vez por todas (historia que Caperucita no gustaba de mentar, pues “ya me estaba valiendo sola, gracias”)

Es triste de recordar, no digamos de poner en palabras, negro sobre blanco, pero, habiéndose jugado la vida por ella, no obtuvo de la estirada Caperucita una sola muestra de agradecimiento, ni siquiera un cortés, «Gracias por salvar mi vida, Lobo Feroz». Volvió a sopesar él la idea de descuartizarla con calma, empezando por las pestañas y el lóbulo de la oreja derecha, ahí donde los diamantes brillaban cada vez que se apartaba el cabello…O, como haría un lobo digno de ese nombre, sin preámbulos, comérsela de una vez por todas con o sin capa (mejor sin capa, se decía a sí mismo, que el terciopelo no se digiere bien y su piel sabe…sabe a un asunto privado…)

Más la maldición de un licántropo es que también late un corazón de hombre dentro del pecho, un corazón prisionero de unos ojos de mujer, y por ello el Lobo Feroz decidió olvidarla para continuar existiendo y evitarse más destrozos.

Pero… ¿qué fue de Caperucita? Como todas las princesas caprichosas esperó que su amante retornase cabizbajo, con locas promesas y magníficos presentes, un pobre perro fiel apaleado con el rabo entre las piernas. Pasaron los días, las semanas, transcurrió el tiempo sin tiempo de su eternidad y no volvía él a ella. Alguna vez escuchaba rumores acerca de “su” lobo (era “su” lobo, si, asunto suyo y de nadie más), pero continuó aguardando sola durante la madrugada, cada vez más furiosa, pues nadie, y menos un perro grande y estúpido, desafiaba a Caperucita y salía indemne del reto (por muy encantador que fuese el Lobo Feroz cuando tocaba serlo, reconocía)

Sin buscarlo el uno, sin quererlo la otra, una noche, un crepúsculo no distinto de cualquier otro, esa criatura de las sombras vestida de encaje y brocado negros, esa mujer, ya no una niña, que reservaba el rojo de sus ropajes y de su sangre para su hombre y su lobo, esa sombra invisible a ojos mortales, contemplaba el monótono transcurrir de otro retazo de eternidad en una capilla iluminada con velas y bendecida con el aroma del incienso y las oraciones de los creyentes.

Y, él, asumiendo que si de entre todos los rincones del mundo, de entre todas las iglesias de esta tierra, Dios mismo había guiado sus pasos sin rumbo hasta ese lugar, se resignó a su suerte y tomó asiento tras ella.

«Por la noche el bosque es peligroso, Caperucita, ¿acaso no temes al Lobo Feroz?»

«Eres tú quien deberías echarte a temblar…», respondió, desafío en su voz y luceros bailando en su mirada, anticipando el calor de unos brazos que volverían a templar sus madrugadas y lo que quedaba de su alma.

Sobraban las palabras, las explicaciones. Volvían a encontrarse, naúfragos del tiempo y de afectos, y eso bastaba.

La oscuridad de ese bosque siempre peligroso que eran las calles de Madrid los engulló.

Nadie vio al Lobo Feroz llevarse a Caperucita hasta el rincón más inexpugnable: su propio corazón palpitante.

Nadie adivinó la razón de la sonrisa triunfal de Caperucita, sabiéndose, por fin, dueña y señora del fuego que latía en el lobo, de la razón y de los desvelos del hombre.

Y, de nuevo triunfadora en la página final del cuento, guardaría Caperucita, a pesar de sus quejas, de sus modos de niña mimada, de señorita consentida, el secreto que la devolvía a la vida cada atardecer: que no desearía otro lugar para despertar, para morar por los siglos de los siglos, que los brazos y el corazón de su Lobo Feroz.

Su hogar, su vida y su condena.

P.S., y, algunas noches, fueron felices, y dejaron en paz a las perdices.

Ahora dale a la ilustración para escuchar el podcast, recuerda que no son iguales, incluyo alguna variación.

🎧🎙👇

Este Oficio de tinieblas ha regresado y lo hace, en esta ocasión, con las ilustraciones de Enrique Liébanas

@PilarR1977

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About Galiana

Escritora, bloguera, podcaster, enamorada de todo lo que huele y sabe a Cultura
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