Llegamos al final de este relato, miles de gracias por vuestra compañía, ha sido un placer pasar estos días con vosotros.
Os dejo con: «La última noche«
La última noche
Era una de esas noches gélidas en las que una fría humedad se extendía por la ciudad. Estábamos muy apretados el uno contra el otro y, de no ser porque nos enfriaríamos todavía más y que no queríamos ser descubiertos, no nos hubiese importado nada el profanar carnalmente aquel lugar.
Cuando por fin la Berenguela tañó las doce campanadas, respiramos aliviados, ya faltaba menos para poder movernos con total libertad y abandonar aquel glacial tejado.
Como nuestro plan de registrar la catedral había surgido espontáneamente antes de ir a cenar, no llevábamos encima nada útil para tal menester.
Con el estómago rugiendo y temblando por el frío, volvimos a traspasar las puertas que llevaban al interior de la catedral; a pesar de ser un lugar en el que solían predominar las bajas temperaturas, nos acogió con calidez.
Tras tropiezos y moratones, lo primero que hicimos fue apoderarnos cada uno de una vela para alumbrarnos. No creo que al Apóstol o a la Virgen María les importase.
Ese fue sólo el principio de una noche muy larga, mi última noche. Teníamos de margen hasta que las puertas volvieran a abrirse, a las siete de la mañana, demasiados lugares en los que buscar y ninguna pista que nos indicase que íbamos por el camino correcto. Pero nada de eso nos hizo desistir, más bien nos obligó a redoblar nuestros esfuerzos.
Al cabo de las horas la vista se nos había acostumbrado a la penumbra, la poca iluminación que las velas nos ofrecían bastaron para dejar de golpearnos cada dos por tres con el mobiliario y las columnas. Nos afanábamos en la tarea en completo silencio. Cuadros, confesionarios, los órganos, cualquier objeto grande ocupaba nuestra atención, todo excepto los sepulcros. Habíamos concluido que un hombre devoto no profanaría los restos mortales de nadie para convertirlo en custodio.
El cansancio comenzaba a hacer mella en nosotros. Un destello incidió en una ventana. Al principio creí que la falta de descanso me hacía ver cosas donde no las había. Quizás fue eso lo que hizo que se me iluminase la mente y un tenue memento acudiese a mí.
—Puede que no esté en una capilla, puede que sea otro lugar; he oído decir que hay unos tapices de Goya.
Advertí su mirada interrogante sobre mí. Nunca había prestado mucha atención a las conversaciones acerca de las representaciones de Goya ni sabía en cuál de las tres plantas se hallaban, pero al menos era más tangible el considerar que la custodia recayese en un pintor y no sobre uno de los reyes de León allí sepultados.
Nuestro objetivo se convirtió en localizar tapices. Inició así una vorágine en la que desesperados íbamos de aquí para allá corriendo. Fue subiendo las escaleras que escuchamos un ruido metálico, ambos giramos la cabeza. Supe entonces que no era el agotamiento el que me hacía imaginar cosas, allí había alguien. Durante unos segundos quedamos paralizados, mas no era momento para cobardías.
Casi sin palabras decidimos separarnos. Helena se iría a buscar el maldito lienzo, yo distraería a nuestro persecutor. Con ruido premeditado, fingiendo que tropezaba, atraje su atención sobre mí, mientras, descalza por aquel gélido suelo de piedra, Helena se fundía con la oscuridad. Ya nunca volvería a ver sus azules ojos.
Me preguntaba cómo podría habernos encontrado. Pronto lo comprendí, aquel tipo al que habíamos dejado en la acera no estaba solo, si en su día nos había perseguido su conductor era de imaginar que había sido éste mismo el que se había encargado de ir tras mi taxi y ponerle sobre aviso de a dónde nos habíamos dirigido. Yo les había conducido hasta allí. Me había creído muy listo cuando no era más que un tonto. Debía enmendar mi error tejiendo una tela atrapa moscas, no podía fallarle a Helena, esta vez no.
Me encaminé hacia los tejados, allí donde habíamos pasado más de cuatro horas; era el lugar que mejor conocía y en el que todo podría acabar.
No fue consciente de le estaba dirigiendo a una celada hasta que salió fuera y desde atrás recibió un golpe.
Su cabeza seguía herida y se suponía que ello le hacía débil. Aunque el primer leñazo le dejó tambaleando, también le hizo revolverse de ira.
Pensaba que yo dirigía aquel baile de puños, no obstante, al igual que la primera vez que nos enfrentamos, él comenzó a imponerse. Su pierna se dobló golpeando acertadamente con la rodilla mi entrepierna. Y enseguida un puñetazo aterrizó en mi estómago provocándome ganas de vomitar. Traté de mantenerme firme como un valiente, pero los golpes latían y sobre todo eran muy dolorosos. Un empujón me hizo rodar por el tejado contra la balaustrada. Mi espalda paró contra la piedra. Quise incorporarme y mi pie resbaló en el musgo haciéndome volver al suelo. Noté entonces mi cansancio.
Estaba vencido. Increíblemente, me habían derrotado y si no hacía algo pronto corría el riesgo de que mi vida llegase a su fin en esa noche glacial en pleno tejado de la catedral. Mi cuerpo, con toda probabilidad, sería comido por cuervos antes de que lo hallasen.
Viendo que estaba a punto de venirme abajo, quise echar mano del arma que le había sustraído a ese tipo en nuestro primer encuentro. Se abalanzó sobre mí al adivinar mis intenciones sin darme tiempo a sacar el revólver del bolsillo. Con Santiago bajo nuestros pies forcejeamos hasta que la pistola se disparó.
El dolor del impacto fue lacerante, enseguida brotó sangre a borbotones. Miraba incrédulo mi abdomen cuando un empujón me hizo tenderme del todo en el suelo húmedo y resbaladizo. Y allí me dejó sabiéndome ya muerto.
Algo me hacía ser escéptico, como si una parte de mí se negase a creer que aquello pudiese ser real, como si no fuese todavía mi fin. Fue esa sensación la que me movió, la que me hizo caminar, o más bien diríase arrastrarme hasta el interior. Caía por las escaleras cuando escuché dos disparos.
—Helena. —Un involuntario suspiro salió de mis sanguinolentos labios.
Me di toda la prisa que un hombre con un agujero en su vientre puede darse hacia el lugar en el que había escuchado el impacto. Me dejaba caer y rodaba cuando podía. Si me veía con energía suficiente me apoyaba en la pared para avanzar y, en cuanto las piernas me fallaban, regresaba otra vez al suelo.
En el camino recorrido dejé un rastro de sangre que de seguro revolverá las tripas a quien se vea en la obligación de limpiarlo.
Después de lo que parecieron horas y la sensación in crescendo de debilidad y falta de aire, conseguí llegar a la planta de abajo. Para entonces mi vista ya se había acostumbrado a la falta de luz y discernía objetos voluminosos en mi trayecto que evitaba.
Me senté a descansar, o más bien diríase que me desplomé en uno de los bancos en los que los fieles escuchaban la liturgia diariamente. Y allí enfrente, bajo el botafumeiro, había algo.
No sé muy bien de dónde saqué las energías, quizás de creer que Helena me necesitaba. Me acerqué al enorme incensario que hacía las delicias de los peregrinos que acudían en masa a venerar al Apóstol. Allí, bajo el botafumeiro, yacía un cuerpo.
Dejé que las fuerzas me abandonasen y me desplomé a su lado. Mi visión se estaba volviendo borrosa, entre eso y la oscuridad no era capaz de discernir bien si aquella persona seguía con vida o no. Así que le toqué. En vez de la cálida Helena, lo que mis manos palparon fue un traje de pantalón y chaqueta.
—Cracovia no se rendirá hasta que no se le haya devuelto lo que le pertenece. —Su debilidad era patente, al igual que su acento polaco—. Mi gobierno hará que otro agente me sustituya. Esto no es el fin.
Y entonces entendí. Ella ya no volvería.
Había sido engañado, Helena siempre estuvo movida por el interés; yo el peón que le había devuelto lo que jamás le perteneció. Ahora que el negocio de venta ilegal en Compostela se había truncado, buscaría otro comprador. Tras la bofetada de comprensión no pude menos que reírme, a pesar de lo que ello me dolía.
Gracias, muchas, muchas gracias, nos vemos muy pronto.














