A un episodio de final de este serial: La catedral
La catedral
No tenía muchas pertenencias, pero lo poco que a lo largo de los años había ido acumulando había sido hecho trizas. Sin piedad habían desfondado las sillas, rajado los cojines, roto la escasa vajilla.
—Esto sólo puede significar una cosa, que el lienzo no está en sus manos.
La voz grave de Helena me hizo olvidar por un momento lo que contemplaba. Se había quedado en la puerta, la poca luz existente, esa que denotaba el inicio de un nuevo día, incidía en su curvilíneo cuerpo. Al saber que todavía tenía una oportunidad de concluir la misión para la que había sido contratada, se había pintado en su cara una sonrisa felina. Comprendí que era de esas mujeres que se crecía ante las adversidades. Estaba sumamente hermosa; destilaba tanta intensidad que me fue imposible seguir resistiéndome.
Cuando llegué a su lado era como si me estuviese aguardando. La tomé de la muñeca e hice que traspasase la puerta y después cerré. Al girarme la vi apoyada en la consola de madera, a la que habían sacado los cajones. Permitió que pegase mi cuerpo al suyo. No emitió ningún signo de sorpresa cuando la alcé levemente para sentarla y su espalda quedó contra el espejo. Mi mano se deslizó por su pierna y traspasó la frontera de su liga. ¿Quién invadió la boca de quién? Me parece que ese mérito recayó en mí. Estaba perdido en su saliva cuando ella me desabrochó el cinturón, con un deje de hambre urgente. Fue así como irrumpí en las candentes marismas de su bajo vientre por vez primera en ese día. La consola de la entrada, la pared, el suelo y el colchón rebanado fueron testigos mudos de aquel fuego que nos consumía.
Para cuando el reloj marcaba la media tarde, nosotros, que extenuados habíamos caído rendidos, despertábamos con apetencia de más.
Debían de ser las siete de la tarde cuando salimos de casa. Helena estaba convencida de que antes de encontrarse conmigo, su compañero se había hecho con el lienzo, el cual debía haber escondido. ¿Por dónde comenzar a buscar? Según me contó, la elección del enlace había recaído en el Predicador porque ambos hombres fueron tiempo atrás compañeros de seminario. Pero, ¿en quién confía alguien que sabe que ha sido traicionado?
En mi opinión estábamos buscando una aguja en un pajar. Yo ni siquiera conocía a aquel tipo, no sabía cómo pensaba, ella, a pesar de haber tenido más contacto con él, se veía igual de perdida.
Caminábamos por Sar, a nuestras espaldas notábamos unos ojos vigilantes. Nos seguían, más que una intuición era una certeza. Que invadiesen mi casa y luego desapareciesen sin volver a tener noticias de ellos era una vana ilusión.
Las campanas de la Colegiata de Sar tañeron. Fue como una revelación.
—Así que dices que estuvieron unidos por el sacerdocio. ¿En quién confía hasta el final un hombre creyente?
—En Dios. —Su semblante se había trocado al comprender.
—Pero antes tendremos que deshacernos de la compañía.
Por respuesta alzó una de sus cejas.
Paseamos como si tuviésemos todo el tiempo del mundo, como si el ansia no nos devorase el estómago. Entramos en una tasca. Pedimos vino y una tortilla. Tras la ingesta, Helena fingió ir al baño, mientras, un servidor se quedaba en la mesa aguardándola. Despreocupado, encendí un cigarro. Ella había tomado la puerta de atrás, le di tiempo para que se adelantase al punto de encuentro. Pagué las consumiciones y, aprovechando que divisé a un conocido, salí charlando con él. Nuestro perseguidor estaba sentado en una mesa en el rincón, medio escondido por las sombras. Miré de reojo y enseguida lo reconocí. Era el mismo tipo que nos había abordado a punta de pistola. Dudó unos segundos si salir o quedar; decidió esperar a que la chica se reuniese fuera conmigo, en claro signo de no llamar la atención.
Para cuando se dio cuenta de que se la habíamos jugado, ya me había montado en el taxi que Helena había enviado a la puerta de la tasca. Durante el trayecto me dediqué a pensar en cómo habría podido librarse fácilmente de las garras de la policía. Pronto comprendí que nosotros le habíamos facilitado la coartada al dejarle sin arma y todo magullado. Bien podía haber alegado ser víctima de unos delincuentes.
Al arribar a la plaza del Obradoiro descubrí que no había señales de vida de mi compañera. Hice tiempo fumando hasta que apareció.
Eran las ocho menos cuarto pasadas cuando traspasamos el umbral de la catedral. Faltaban diez minutos para cerrar sus puertas y finalizar la jornada. Tras meditarlo habíamos creído que de escoger un templo donde esconderlo, cualquiera de nosotros dos nos habríamos decantado por ése, después de todo era el más grande y lleno de recovecos vetados para el público, también el más accesible.
Lo más complicado no era entrar, sino conseguir quedarnos allí encerrados. Había una vigilancia continua para evitar que algo así sucediese.
Helena se sacó los tacones y se puso mi chaqueta por encima, pues su vestido rojo llamaba demasiado la atención.
Un sacerdote se paseaba informando del inminente cierre. Nosotros esperamos que diese la vuelta, escondidos tras una columna. Viendo que se dirigía hacia el sepulcro a comunicar lo mismo, apresuramos todo lo que pudimos. Lo más discretamente posible, ora arrodillándonos a santiguarnos, ora fingiendo que algo se nos había quedado olvidado en el banco, para evitar las miradas indiscretas de las pocas beatas y peregrinos que a regañadientes abandonaban el lugar, nos fuimos colando.
Nuestro propósito consistía en subir a los tejados de la catedral. No era la primera vez que yo iba, mas siempre habiendo día de por medio.
No quería arriesgarme a que el campanero o el encargado de hacer la ronda pudiesen vernos, así que la techumbre era el lugar más seguro en el que quedarnos. Escogí una de las puertas menos usadas y, antes de cerrarla tras nosotros y arriesgarnos a quedar toda la noche a la intemperie, deshice uno de mis cigarros para usar el filtro como tope que impidiera que se cerrase del todo y la picadura la utilicé para atascar la cerradura, por si acaso.
Mañana el desenlace final.














