Tercera entrega de este serial: Discreción
Discreción
Sin pensarlo mucho saqué la recién adquirida pistola. Jamás había usado un trasto semejante, mas eso no me amilanó. Quería asustarlo y no hacía falta para ello tener mucha precisión ni ser el mejor tirador del mundo. Apreté el gatillo y «¡bum!» Una bala fue a incrustarse contra una pared; él se había acuclillado y cubierto la cabeza con los brazos al entrever mis intenciones, antes de que el disparo sonase.
No sé si fue el miedo a que le disparase por error o que quizás comprendió el mensaje, pero tras unos segundos de dudas determinó que no valía la pena morir y nos dejó alejarnos sin ni siquiera hacer el amago de seguirnos.
Volver a mi casa resultó fácil a partir de ese momento. Como de costumbre, todo estaba desordenado, aunque a ella pareció no importarle, tampoco el que no hubiese nada que comer. Había perdido en la refriega el pan y los chorizos que había comprado. Personalmente, las peleas me dan hambre. Mi estómago rugía y pensaba en los alimentos extraviados. No me quedó otra, sino sentarme en una silla, pues también tenía avidez por saber qué era lo que ocurría.
Aquella belleza de ojos azules me contó, mientras compartíamos un cigarrillo, que la habían reclutado, al igual que a otras muchas personas de diferentes países, para recuperar obras de arte expoliadas durante el ascenso del nazismo. Había seguido hasta Santiago la pista a un cuadro de Rafael desaparecido en Cracovia. Estando a punto de recuperarlo, haciéndose pasar por cliente dispuesta a pagar una fortuna por él, su enlace con los traficantes de arte, el tal Predicador, le había traicionado, el resto de la historia ya la conocía.
Para ella ir a denunciar ante las autoridades no era una opción. Se le había pedido discreción y el asunto no debía trascender. De hecho se hallaba transgrediendo todas las normas al hacerme a mí partícipe de su encomienda. Mas no le había quedado otra alternativa que compartirlo si quería que le ayudase.
Y vaya si necesitaba mi ayuda. La habían descubierto, su oportunidad de cumplir con el cometido que le había traído a Compostela se esfumaba, estaba sola y debía huir. El cuadro ya no tenía importancia, tan sólo conservar la vida.
El dinero que Helena poseía se encontraba en la pensión en la que se alojaba, la cual, al parecer, llevaba bajo vigilancia desde la noche anterior. Se había percatado de ello al ir a cenar y ya no pudo regresar.
Tratar de rescatar su pasaporte era una opción inviable que deseché de inmediato, a pesar del mohín de desprecio que me gané de aquellos labios exageradamente rojos.
Urgía urdir un plan, pero ello habría de esperar hasta más tarde, pues necesitábamos echar una cabezada, ninguno de los dos había dormido la noche anterior. Además de eso estábamos desfallecidos de cansancio, ella por causa de su herida, yo por haber participado en dos peleas.
Tan sólo tenía una cama en casa; a Helena pareció no importarle cuando me tendí a su lado. Cerró sus párpados y pronto se quedó dormida. Yo todavía tardé en seguirla al reino de los sueños, ya que antes de rendirme me dediqué a contemplarla subir y bajar el pecho rítmicamente, dibujé con la mirada su talle y su cadera, que bajo la manta se contorneaban.
Desperté al anochecer. Ella ya había abandonado el lecho, se arreglaba como podía en el aseo, pues no tenía otra ropa para sustituir la estropeada. Por mi parte, el estómago me rugía. Cuando tengo mucha hambre me pongo de muy mal humor, con lo cual, lo primero que había que atajar era eso.
Existía un sitio en el que nos darían de cenar y también ropa para ella, pues a esas horas todos los comercios habían cerrado. Sin embargo, era una casa que no se consideraba precisamente respetable. No sabía cómo podía ella tomarse el que la llevase a un lugar tal, tampoco es que tuviese muchas opciones.
No era la primera vez que la Sole me proporcionaba un plato de comida a horas intempestivas, creía que tampoco sería la última.
Siempre había acudido solo, así que le sorprendió verme llegar en compañía, aunque tuvo la discreción de no decir nada al respecto.
Esa era una de las cosas por las que me agradaba tanto aquella mujer, sabía respetar las parcelas de intimidad de la gente y jamás juzgaba a nadie. Sé que será la única que me llore durante años, después de todo era la mujer de mi vida, a pesar de que nunca estuvimos juntos. Éramos ambos demasiado independientes.
De su casa nos fuimos con el estómago lleno, un poco de licor recorriendo nuestras venas y un vestido cruzado, en rojo, para Helena, el cual llevaba puesto.
Nuestra primera parada fue en un taller clandestino, en el que por un precio adecuado uno podía conseguir de todo, incluidos papeles falsos. Me debían dinero de una apuesta —no siempre me tocaba perder, ya ven—; a cambio de un pasaporte quedó olvidada.
Tras horas allí metidos, cuando al fin salimos, ella se enganchó a mi brazo y se pegó a mi cuerpo. Hacía frío, la niebla se empeñaba en envolverlo todo. Helena no llevaba chaqueta, y desde luego yo no iba a sacarme la mía y congelarme para prestársela. Eso sólo ocurre en el cine. Ni que decir tiene que me gustaba sentir a aquella mujer contra mí, más sabiendo que a la mañana siguiente se iría tal y como llegó.
La placentera sensación duró lo que nos llevó llegar a casa, en donde nos aguardaba una desagradable sorpresa. Subíamos por las escaleras cuando vi que la puerta estaba abierta de par en par, ya en el rellano pudimos percibir el pasillo revuelto, mi cuarto, que era la única estancia visible desde allí, se encontraba completamente desmantelado. Me desasí con un poco de violencia del agarre de ella y corrí, empujado por la ira, hacia mi hogar.
Mañana cuarto episodio, ya nos iremos acercando al final.














