«Dos noches con Helena II», por María de Xacobe (@iafrida_m): «Helena»

Segunda entrega de este relato: Helena

Helena

Lo cierto es que no conseguí pegar ojo. Daba vueltas en la cama sin cesar, hasta que, al final, cansado de la interminable espera, tomé la determinación de levantarme e ir a donde se me había pedido.

Vivo, aunque quizás ahora mejor me sería decir vivía, en la calle del Olvido. La plaza queda muy cerca de mi piso. No me llevó ni cinco minutos llegar allí. Como siempre, el lugar bullía de vida.

Había sustituido mi habitual corbata por la pajarita desanudada. Paseaba por allí sin saber muy bien a quién buscaba.

No suelo comer en casa, pero me gusta que haya pan y chorizo en la despensa para disponer siempre de algo que echarme a la boca. Aprovechando que pasaba por el lugar, decidí aprovisionarme. Creaba con esta acción un motivo por el cual estar allí y poder pasar desapercibido a ojos escrutadores.

Recogía mi cambio cuando alguien se enganchó a mi brazo. Antes de verla supe que Helena me había encontrado.

No hizo falta que me dijese quién era, pues el nombre le hacía justicia. Cabello negro e intensa mirada azul. Uno comprendía que por esa mujer iría a la guerra y desafiaría a una nación enemiga.

La primera vez que nuestras retinas se cruzaron supe que vendería mi alma al diablo por quemarme en el fuego de sus ojos, aunque nada más fuese una noche.

Y el diablo escuchó mi petición.

Caminamos cogidos del brazo, como si fuésemos una pareja más entre los transeúntes.

Ella quería saber quién era yo. No mencionó al hombre con el que debía encontrarse, sin embargo, ambos dábamos por hecho que su ausencia le inquietaba.

Sus rasgos y talle eran delicados, no así su voz, demasiado grave para una mujer tan femenina.

Aceptó estoicamente y en silencio lo que tenía que contarle.

—Así que el Predicador nos ha vendido.

Esas fueron las primeras palabras que salieron de su boca tras mi declaración.

Había comenzado a llover, una fina lluvia de esa que moja más de lo que en apariencia semeja. Yo no llevaba paraguas, ni siquiera tenía, y eso que en Compostela llueve continuamente, pero a mí siempre me había bastado con levantar el cuello de la gabardina y calarme mi sombrero. Evitaba así el incordio que supone tropezarse a cada paso con el paraguas de los demás, por no mencionar que es un objeto que suele quedarse olvidado en todas partes.

Cruzamos buscando cambiar de acera; fue en ese preciso instante que un tipo, de complexión más bien fuerte, recortó distancias peligrosamente. En su bolsillo derecho un bulto. Comprendí, antes de que encañonase a Helena, que era una pistola.

No soy de los que se amilanan a la primera de cambio, para atestiguarlo tengo una cicatriz que surca mi mentón, recuerdo de un delincuente que esgrimía un cuchillo poco afilado y muy carnicero. No obstante, una bala en el pecho va más allá de una simple paliza a causa de las apuestas impagadas en las timbas de mus.

Con gesto adusto indicó que nos moviésemos calle arriba, delante de él. Obedecimos sin rechistar. En un callejón cercano nos aguardaba un coche negro, hacia el que nos dirigíamos. Advertí de soslayo que mi compañera tensaba la mandíbula.

Nuestro captor cojeaba levemente. Era aquella una cojera que no le impedía correr, pero que podía jugar a nuestro favor y hacerle ir con lentitud, tanta como a Helena sus tacones.

«Tranquilízate, muchacho». Me dije. «Ya llegará el momento. La paciencia, aunque no suelas practicarla, dicen que es una gran virtud».

Al ver venir, calle abajo, un carro cargado de leña tirado por un burro, supe que en cuanto llegase a nuestra altura ése sería el instante y no otro.

A lo lejos podía observar cómo el viento sacudía las hojas de los árboles. Las campanas de la catedral repicaban llamando a las beatas a novena.

La tensión entre los tres era palpable. Nuestro secuestrador miraba a un lado y otro sin fiarse de nosotros. Hacía bien, sin embargo, de nada le valió, ya que en cuanto ladeó la cabeza hacia el carro de leña me abalancé sobre él por la espalda. Con mi brusco movimiento, Helena cayó al suelo. Un disparo rasgó el aire. Al escuchar el impacto, el asno echó a correr desbocado.

En la acera nosotros dos nos debatíamos. Aquel tipo era rápido, mucho más que cualquier matón con el que con anterioridad me hubiese enfrentado. Pronto nos quedamos en igualdad de condiciones. Era cuestión de segundos que se consiguiese librar del agarre al que yo sometía el brazo con el que él asía la pistola.

Unos instantes después que él, en un rápido giro, se tirase sobre mí; Helena apareció por detrás, se había sacado los zapatos. Esgrimía uno en la mano y se puso a atizar a aquel hombre con el tacón. Al quinto golpe las fuerzas abandonaban al agresor, al sexto se desmayó. Al octavo tuve que sujetar la muñeca de la mujer para que cesase en semejante vapuleo.

De rodillas, tal y como estaba, me afané en sacarle el arma del bolsillo. Al alzar la mirada vi que un hilo de sangre rodaba desde la cadera hasta la mitad de la falda de la dama. Al comprender en dónde había detenido mis ojos, apartó a un lado la chaqueta para mostrarme la herida.

—Ha sido un roce, nada más. Ahora deberíamos irnos, la gente se acerca.

Ni siquiera me molesté en darle la razón, ¿para qué? De eso se encargaron las lejanas sirenas de la policía.

De seguro que aquel tipo que dejábamos inconsciente en el suelo tendría mucho que explicar, además de un horroroso dolor de cabeza en cuanto despertase.

De la mano salimos corriendo, ella descalza, yo desaliñado. Llamábamos demasiado la atención; a esa hora la ciudad hervía de vida, señoras yendo a la plaza, niños jugando en la calle, hombres tomando el vermú. Así que la llevé a través de los lugares menos transitados hasta que el aliento nos falló.

Paramos a recuperarnos y ella aprovechó para calzarse. Con fastidio se miró las medias, estaban llenas de carreras. Por mi parte, me pasé la mano por la mejilla, bajo el ojo izquierdo. Por el dolor deduje que un moretón se me estaba formando. Fue entonces cuando escuché pasos. Al girarme no vi a nadie.

Volví a tomar a Helena de la mano para proseguir nuestro camino.

Otra vez aquellos pasos detrás de tras nosotros. Y entonces lo vi. Era un hombre con una visera gris de cuadros. Recordé, pues, el coche negro. Debía de ser el conductor tratando de seguirnos.

Mañana tercer episodio

María de Xacobe

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