Hoy me despido con la segunda parte de este relato, espero que os haya gustado. Gracias por estar ahí.
Segunda parte
Recuerdo el día en el que tuve la suerte de encontrar un reloj. Era dorado y con unas iniciales en la parte de atrás. La esfera estaba estropeada y no funcionaba, pero me lo puse. Con él me sentía influyente y poderoso. Daba un toque elegante a mi persona.
A veces en la basura hallaba objetos que los demás habían desechado. Me los quedaba o los intercambiaba como otras personas de mi entorno. En cierta ocasión, encontré un cepillo del cabello al que faltaban algunas púas y se lo ofrecí a Elena, la mujer que subsiste en la estación del tren. No le pedí nada a cambio, me bastó con ver ilusión en su rostro ajado por la intemperie. Sin embargo, ella insistió en obsequiarme con un huérfano guante de lana cuyo dueño había extraviado. Ese invierno el frío había llegado muy pronto y se lo agradecí.
Los sueños ya no me visitan o, al menos, no los recuerdo. Ya no dispongo de medicamentos para dormir. Ahora el alcohol es el compañero de mis noches. Me recuesto en el mugriento colchón salpicado de manchas imborrables y me cubro con la manta que un generoso ciudadano me brindo el invierno pasado. Cuando la noche ya ha caído, pienso que estoy descorchando una de mis mejores vinos y abro el tetrabrik. La imaginación es mi aliada en momentos bajos. Aunque a menudo no puedo distinguir lo real de las ensoñaciones. Lamentablemente, los años han hecho mella en mi cuerpo y en mi mente.
Aun así, soy afortunado de tener por techo las estrellas y a algunos edificios cercanos. Observo el interior de las viviendas e imagino la vida que llevarán sus moradores. A veces sorprendo a alguien asomado a la ventana y espero que no descubra mi presencia en el solar. Me siento ridículo por experimentar vergüenza a estas alturas.
Un día, mientras me lavaba en la fuente del parque, una niña se acercó con rostro extrañado. Su cabello rojizo, como el de Martina, brillaba con el sol del atardecer. Observé sus ojos color miel, que me recordaban a los muy queridos de mi hija.
Con su curiosidad infantil, me hizo infinidad de preguntas sobre mi vida. cuando satisfizo sus caprichos, sonrió y dejó sobre la fuente su bocadillo mordisqueado. El desconcierto impidió que le diese las gracias y se alejó correteando mientras yo cerraba mi sorprendida boca. Estos detalles inesperados me dejan el corazón caliente y sensible. Esa noche compartí el bocadillo con uno de mis compañeros de infortunios. Él no se extrañó, pero tampoco me dio las gracias. A pesar de la vida que, tal vez, he elegido, intento mantener algo de dignidad. El conservar los valores que antaño eran mi timón me hace sentir más persona. Aunque sea el único que me vea así.
Durante varios días volví a ver a la niña en el parque. Pensé que, tal vez había ido siempre a jugar allí pero que, hasta ese momento, nunca me había percatado de ella. Sin embargo, me convencí de que debía ser nueva en el barrio. Un cabello como el suyo me habría llamado la atención a pesar de que mis ojos estuviesen atrapados en el pasado la mayor parte del tiempo.
Cuando su mirada se cruzaba con la mía, sus ojos sonreían. Bajaba del columpio hasta donde yo estaba y compartía su bocadillo conmigo. Yo procuraba no acercarme mucho a la zona de juegos, para evitar que los padres y madres sintiesen mi presencia como una sombra oscura en el brillo de la tarde. Sin embargo, la niña pelirroja siempre lograba encontrarme.
Un día deposité sobre la fuente un anillo que había encontrado en mis andanzas por las transitadas calles de la ciudad. Ella se acercó, como era habitual, con la mitad de su merienda. Enseguida supo que era para ella. Lo cogió y me miró con sus enormes luceros. La sonreí y ella me dio las gracias con una dulce voz que me penetró hasta el alma. Mis ojos se humedecieron.
En ese momento, la madre llegó a donde nos encontrábamos. Cogió a la niña de la mano y tiró de ella mientras clavaba en mí la ira de su mirada.
Las vi alejarse y sentí un vacío similar al que experimenté cuando María se marchó. El destino me había vuelto a derribar. Sabía que no debía acercarme más a la niña pelirroja. Era lo mejor. Mi condena era no tener ninguna relación con las personas que vivían en la realidad. Yo habitaba en el espectro del pasado. Era una sombra que debía permanecer oculta y pasar desapercibida.
Seguiría mi camino, aunque, en los últimos tiempos, siempre era cuesta arriba. No volver a ver a la pequeña pelirroja era otra carga triste que añadir a mi mochila. Guardaría el recuerdo de sus ojos, de su cabello y de la bondad que habitaba su joven corazón. Sí. La echaría mucho de menos. Desde hacía muchos años, era la primera persona que me había tratado como a un ser humano.














