Comienzo mi segundo relato, «El camino de la vida«.
Primera parte
Los sueños eran el punto de partida de cada uno de mis días. Intentaba hacerlos realidad o que, al menos, pudieran parecerse en algo a ese mundo donde Morfeo me había regalado momentos de felicidad.
Me sentía afortunado de que las pesadillas nunca hubieran visitado mis dominios oníricos. Aunque, siendo sincero, no les concedía licencia para acceder a ellos. Desde pequeño logré controlar mis ensoñaciones nocturnas de forma voluntaria y fui consciente de que podía dirigirlas a mi antojo. Ese era el verdadero motivo de que fueran dichosas.
Hubo una época en que la vida me sonreía. Los proyectos eran una bandera alcanzada y recibía recompensa a los esfuerzos invertidos. El mundo me parecía un lugar brillante, con fuerza, benévolo.
Tras años enterrado entre libros de medicina, terminé la carrera y obtuve un trabajo muy satisfactorio y bien retribuido. Era valorado por mis superiores y compañeros que aplaudían mi labor. Sentía una inmensa satisfacción cuando salvaba una vida de las garras de Hades.
Así es como conocí a María, quien se convertiría en el centro de mi universo. Logré que regresase al mundo de los vivos con una intervención que duró más de lo esperado. Nadie habría apostado por esa operación, mas el destino es caprichoso y tuve que agradecer eternamente a mis manos expertas que obraran el milagro. Durante días la visité en su recuperación. Cuando obtuvo el alta, pensé que no volvería a verla. Pero como ya dije, el destino es caprichoso. Poco tiempo después volví a verla en un café. Se sentó a mi lado y hablamos durante horas. Desde entonces, seguimos haciéndolo muchos años más.
Cuando nació Martina, el mundo parecía a mis pies. Estaba recibiendo más obsequios de la vida de lo que había imaginado. Ni mis sueños habrían podido ser más propicios. Disfrutaba en compañía de las dos mujeres que amaba y todo el tiempo del mundo me habría faltado para estar con ellas.
Aunque no todo iba a ser miel. Cuando Martina cumplió los cinco años, llegó la hiel.
Esa tarde salimos a celebrar el cumpleaños de nuestra pequeña con sus compañeros del colegio. La ilusión se leía en sus ojos color miel. La terraza de la cafetería estaba rociada de niños que correteaban entre las mesas. Era fácil distinguir a Martina por su rojiza cabellera por lo que, María y yo, la teníamos localizada a cada momento.
Nadie lo vio venir. Un coche a gran velocidad, un conductor ebrio y la desgracia se pintó sola. Gritos, lloros, sangre y sirenas que aun resuenan en mi cabeza como si estuviese viviéndolo en este momento.
Ni siquiera yo pude hacer algo para salvar su vida. Un instante y mi universo se rompió en miles de pedazos imposibles de pegar. El maldito destino había querido que fuese la única víctima mortal entre todos los que había sufrido heridas. Cinco años. Solo pudimos disfrutar de su existencia y dulzura cinco años.
Tras el tachón negro que cambió nuestra vida, María no consiguió salir de su abatimiento. Dejó su trabajo y se pasaba el tiempo acostada, con la mirada fija en la pared. Me resultaba imposible infundirle ánimo. También yo sentía que mi barco se había hundido convirtiéndose en un triste pecio. En mi trabajo intentaba concentrarme para evadirme de la realidad. Pero los errores empezaron a perseguir mi camino y, a pesar de que mis colegas comprendían el trance por el que estaba pasando, empecé a dejar un huella de duda sobre mi carrera.
Los sueños, que tanto bien me hacían, no llegaban. Seguramente porque para sumergirme en el lecho, necesitaba el refuerzo de medicamentos. Nuestra existencia era agónica y el aire, irrespirable. El fin nos alcanzó al poco tiempo.
María decidió que necesitaba un comienzo y para ello, el olvido. Cerró la puerta y la casa se volvió un lugar gris y vacío. Durante meses intenté localizarla. Vano esfuerzo. Un día no me levanté para trabajar. Tras ese día, siguió otro y después otro.
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