«El monasterio» (II), por Estrella Vega

«…Decíamos ayer».

Vamos con la segunda y última parte de «El monasterio»

Parte 2

El sol comenzaba a ponerse y las sombras se alargaban avisando de que el día estaba llegando a su fin. La primavera permitía que aún pudiese disfrutar de una jornada más larga. El invierno entristecía el alma de Pedro. El frío y la oscuridad lo aletargaba. Era una época donde tenía que luchar contra la procrastinación y la desidia para evitar que capitaneasen su balsa de pequeños defectos humanos.

Aceleró el paso cruzando el claustro hasta la Iglesia. En el trayecto, recogió al hermano Santiago para ir juntos. Se situaron en uno de los lados del crucero. Durante cuarenta minutos leyeron los salmos y el Antiguo Testamento.  El hermano Santiago abrió la boca para preguntar, pero se detuvo al observar la mirada ausente de Pedro. La mente del religioso se había distraído involuntariamente recordando una escena ocurrida durante otra liturgia y protagonizada por el joven hermano Benito:

Llevaba pocos meses en la abadía y todavía le costaba acostumbrarse a ciertas ceremonias. No podía permanecer mucho tiempo en silencio y necesitaba buscar a alguien con quien romper esa cadena que sujetaba su lengua juvenil. El hermano Pedro y él coincidieron en una afinidad similar por la comida, algo que les concedió una camaradería especial. Aunque, en el refectorio, los hermanos se limitaban a comer las humildes viandas que se servían, sin dejar miga alguna en el plato, guardaban algo de hambre para después. Eso significaba entrar a la cilla cuando no hubiese nadie a la vista. Mientras el hermano Pedro vigilaba, el hermano Benito trajinaba a su antojo en la despensa, procurando, eso sí, no dejar ninguna huella de su paso por el bendito lugar. Mientras escondía pan y algo con qué rellenarlo, sus carrillos no encontraban fin.

Aquella lejana tarde, al terminar de rezar a vísperas, el abad se dirigió al joven hermano.

—Hermano Benito, ¿sabe usted en qué consiste el oficio de las vísperas?

Los labios del hermano Benito se abrieron y cerraron varias veces sin emitir sonido alguno, mientras los monjes pasaban a su lado fingiendo no interesarse por la conversación.

—Bien. Yo le aleccionaré. Buscamos agradecer a Dios las bendiciones recibidas durante el día; alabarle y glorificarle con salmos y cánticos; pedir perdón por las faltas y escuchar su palabra.

El joven asintió varias veces con la cabeza sin entender muy bien a dónde llevaban las sabias palabras del abad.

—Entonces —continuó el superior—, aproveche la ocasión para solicitar perdón a nuestro Señor por haber hurtado la comida que debería compartir con todos los hermanos. Tal vez eso le dé paz y le enseñe lo que es la templanza.

El rostro se le iluminó con un tono rojizo que le delató, pero que se convirtió en escarlata cuando el abad, antes de irse, se volvió y añadió:

—Hermano, la próxima vez, límpiese esas migas delatoras de su hábito antes de salir de la cilla.

Pedro sonrió al recordar el rostro bonachón del joven. Desde aquel escenario, el muchacho no volvió a sus andanzas y él se tuvo que consolar con la austera comida que le esperaba cada día.

Cuando Santiago y Pedro terminaron sus oraciones, regresaron al claustro. El hermano Santiago deseaba preguntar a Pedro, pero veía que este se dispersaba en cada conversación. Tampoco lograba encontrar al abad. Pedro le avisaba de lo ocupado que estaba su superior y que tendría oportunidad de conocerlo tras el último oficio. Si no conseguía más información de aquella comunidad, hablaría con el prior.

Disponían de unos minutos antes de cenar. Santiago se dirigió al mandatum para leer la Biblia y Pedro, al banco donde había dejado el libro esa tarde. Se sentó, pero no lo abrió. Se dispuso a observar a las aves que revoloteaban por la galería y salpicaban en la pequeña fuente. En el ocaso comenzaba su gracioso bullicio y a él le encantaba meditar escuchando los trinos. La paz del monasterio le sobrecogía y apaciguaba su alma. El aroma del heno de los campos cercanos llegaba hasta él, transportado por la brisa del atardecer. En ese momento, se sentía dichoso y afortunado. No le importaba el tiempo que dedicaba a esa contemplación del mundo. Cuando las sombras comenzaron a oscurecer los colores, se levantó y avisó a Santiago.

Era la hora de la cena, pero hacía tiempo que la cilla estaba vacía. No es que la despensa hubiese sido alguna vez fastuosa, pero en esos momentos ni el hermano Benito habría podido hallar la miga más pequeña.

La cena consistió en una ensalada de tomate y lechuga. Había pocas verduras ya en el huerto. Tendría que guardar algunas semillas para el siguiente año.

Cenaron en silencio, con la única interrupción de la lechuza vespertina que cada día se despedía de ellos a la misma hora. Casi eran las nueve. Tocaba rezar en completas y al hermano Pedro se le iluminó el rostro.

—Esta es una de las oraciones de la liturgia de las horas que más me gusta —susurró a Santiago—. Me encanta el cántico de Simeón. Aquí todos los hermanos cantamos el Nunc Dimittis con verdadera pasión. ¡Rápido! El abad estará ya en la sacristía y el resto de los hermanos, en el coro. Luego te presentaré al hermano Pablo y al hermano Benito.

Aceleró el paso hacia la Iglesia, seguido del hermano Santiago que lo observaba, con el ceño fruncido, unos pasos atrás. Pedro se situó en la zona del coro. Miró a su derecha y a su izquierda. Saludó con la mirada al hermano Benito y al hermano Pablo. Cogió el libro de cánticos y buscó el de Simeón.

El hermano Santiago no se movió de la entrada. Sus pies parecían pegados al suelo, apretó el pomo de la puerta como si mantenerse erguido dependiese de ello y, con los ojos abiertos desmesuradamente, escudriñó la sala. Entre las sombras divisó los mantos de los monjes sentados a ambos lados del coro. Bajo los ropajes, los huesos desnudos de carne mantenían la estructura aparentemente humana. El hedor se había hecho dueño de la Iglesia.

De pie, en medio del coro, levantando los ojos al altar, el hermano Pedro cantaba con la alegría de un niño.

—Señor… ahora puedes dejar… a tu siervo irse en paz… irse en paz…

@EstrellaV2019

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About Galiana

Escritora, bloguera, podcaster, enamorada de todo lo que huele y sabe a Cultura
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