«El monasterio» (I), por Estrella Vega

Este verano inauguro la temporada de vacaciones, lo hago con dos relatos.

Estaré por aquí hasta el jueves.

El monasterio

Parte 1

Cerró el libro con la misma delicadeza con la que acariciaría el pétalo de una rosa y apartó lentamente las minúsculas gafas de sus ojos. Levantó el rostro permitiendo que los rayos, que se colaban entre las hojas de las madreselvas, regaran su tez blanquecina.

Tras un prolongado suspiro se levantó, dejando el libro sobre el banco del mandatum donde había reposado su cuerpo durante la última hora.

Un sonido le hizo volverse. Alguien llamaba a la puerta del pórtico. Se dirigió al nártex sin prisa, y abrió el portón. Un hombre de rostro triste esperaba al otro lado.

—Soy el hermano Santiago. Me envía el prior. Por favor, ¿podría darme algo de alimento y cobijo?

El hermano Pedro le sonrió y lo dejó entrar.

—Si no tienes inconveniente, tendrás que seguir la liturgia del monasterio y, al finalizar, cenarás a la misma hora que el resto de los hermanos.

El hombre convino con él y lo siguió al claustro. Observó a su alrededor. Otrora, esa galería había estado transitada por más monjes. Sus ojos la recorrieron con nostalgia y resignación. Dos palabras que habían sido sus compañeras durante los últimos dos años y que conoció en persona el día en que la enfermedad asoló el país.

—¿Para qué lo envía el prior, hermano?

—Estoy visitando las abadías y monasterios que han sufrido los estragos de la peste. Por si necesitan ayudas o traslados a otros lugares. ¿Tuvieron muchas bajas?

—Sí —respondió el hermano Pedro con una sonrisa—. Pero, con ayuda del Señor, conseguimos salir adelante. No necesitamos trasladarnos a otro monasterio. Aquí estamos bien. Ya se lo dirá el abad.

—¿Cuántos hermanos siguen viviendo en el monasterio? —insistió Santiago.

—Todos, hermano, todos —Se dio la vuelta y arrancó unas malas hierbas del jardín.

Se acercaba la hora de las vísperas y tendrían que retirarse a la capilla. Pero el hermano Pedro tenía unas tareas pendientes. Se disculpó con su huésped y los pies le arrastraron a la sala capitular, donde había conversado tantas veces con el hermano Pablo. A pesar de los años que habían estado juntos, siempre mantenían las mismas prosaicas discusiones. En ocasiones sobre el tiempo, o cuál era el mejor momento para plantar pimientos y tomates, o el estilo de escritura del siglo XIII… Cualquier tema era válido si daba lugar a una charla entretenida. El abad solía bromear cuando los veía tan inmersos en aquellas peculiares batallas:

—Hermano Pedro, hermano Pablo. Dios, nuestro Señor, les bendijo con los nombres de dos de sus queridos discípulos. Seguro que ellos no disponían de tan apasionada elocuencia. ¿Darán por finalizada su plática a la nona o mañana a los maitines?

El hermano Pablo era lo que se llamaba un notarius. Se dedicaba principalmente a documentos legales, con un estilo peculiar de largos trazos y ciertas letras rotas. En cambio, Pedro era un iluminator, que sobresalía en pintar miniaturas y letras capitulares de un párrafo. Ambos scriptores trabajaban muchas horas en manuscritos que vendían por unos pocos chelines.

El hermano Pedro continuó hasta el escriptorio. Sobre la mesa reposaba el último manuscrito en el que estaba inmerso. En la parte izquierda del pergamino resaltaba la letra capital. Una singular letra ele mayúscula en cuyo interior estaban representadas imágenes de la Biblia. Aún no estaba acabada, pero iba a ser el mayor trabajo que había realizado. Ya era muy tarde para reanudar la labor. Dejó la mesa ordenada para continuar al día siguiente y se dispuso a regresar junto al hermano Santiago.

@EstrellaV2019

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