Capítulo 15: ¡Oh, capitán, mi capitán!
En la pasada entrega conté cómo Carlos I de España y V de Alemania avisaba a su hijo de tener mucho ojo con dejarse engatusar por los consejeros que tenía a su alrededor en caso de que cerrara sesión estando como estaba fuera de España. En especial, le pedía que se cuidara de uno de ellos: el duque de Alba. De todas formas, también le dejaba claro que, de todos, el mejor era don Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel. Que sí, confiaba en él, pero faltó un pelo de gamba para que la relación entre los dos saltara por los aires. Y fue por una tontuna, pero ¡qué tontuna!
Empezons, que diría el gran Luis Sánchez Polack. Verano de 1543. El emperador había nombrado a Juan Fernández Manrique de Lara y Pimentel, marqués de Aguilar, virrey de Cataluña. O sea, el mandamás de la defensa con Francia. Pero, vamos a ver, ¿no habíamos quedado que el duque de Alba era el capitán general de España? ¿Entonces? Pues que se montó el cristo, y bien montado. Resulta que Francia estaba de nuevo tocando las narices y el emperador, como he dicho líneas más arriba, se encontraba fuera de España con sus jaleos. Insisto: el marques de Aguilar era el virrey de Cataluña, por donde estaban amenazando con entrar los franceses —con apoyo de los turcos—, y el duque era el capitán general de todito Toronto entero. En consecuencia, el príncipe Felipe tuvo que convocar al Consejo de Estado primero sin la presencia del duque y luego también con él presente para dilucidar qué correspondía a cada cual; y todo eso, como dice Manuel Fernández Álvarez en El duque de Hierro, «bajo la presión del duque, quien, indignado al verse desautorizado, amenazaba con volverse a sus estados, dejando todas las cosas de la guerra para quien las quisiese». O sea, un que os den morcilla a todos, que me largo con los míos y ahí os quedáis con el percal. Metéoslo por donde os quepa, según libre interpretación.
Por suerte, la cosa no fue a mayores —saqueo de Cadaqués, sin defensa alguna, y el incendio de Rosas, más alguna que otra escaramuza por las costas levantinas—. Ahora, ¿cumplió su amenaza el duque de Alba? Se sabe que el 19 de julio se encontraba en Alba de Tormes, porque así se lo contó por carta a Francisco de los Cobos. Pero, insisto, lo de Francia con la ayuda de los turcos tenía peor pinta que los tomates de algún supermercado. Y ahí tuvo que intervenir el emperador en persona; quien le envió una carta por duplicado a don Fernando Álvarez de Toledo viniendo a decirle eso de ¡oh, capitán, mi capitán! Fernández Álvarez es más formal en este sentido: «[le envió la carta] para reiterarle su apoyo y nombramiento con todos sus poderes como capitán general de España».
¿Qué significado tiene mandar un correo por duplicado? Que le tenía que llegar al duque sí o sí tras enviarlo por dos trayectos diferentes. Pero, como prosigue Fernández Álvarez, lo más chachi del asunto es la posdata “personalísima” del emperador —“de muy difícil lectura”—; y que —loado sea el altísimo— se conoce porque, al ser un duplicado, quien la duplicó fue otra mano y no la del emperador. De ahí su legibilidad. Y dice lo siguiente: «Duque: vos veréis lo que en esta os escribo y que nunca fue mi intención hazer novedad al cargo que os había dado e así se dixo al marqués y agora se lo escribo».
Eso sí, también le pedía un poquito de mano izquierda en el asunto para no herir la susceptibilidad del marqués —«en lo demás, estoy cierto que usaréis de toda cortesía con él»—. Lo mejor del asunto es el final de la carta; lo más parecido a dos amiguetes en la barra de un bar y uno diciéndole al otro qué bueno eres y qué lástima que no te puedas partir en dos, porque te sacaría mas partido. Tal cual. Todo eso con un tono intimista y afectuoso que te rilas. Grosso modo, lo que el emperador viene a contarle en la susodicha es el estado de las hostialidades que estaba manteniendo con el duque de Clèves y lo fácil que le había ganado. Dado que el duque se ofreció a ir a su lado para lo que fuera menester, el emperador decidió contarle «bien sé que más querríades estar acá que no allá, y si en dos partes os pudieses tener también lo querría. Mas como por más largo que sois no podéis alcanzar las dos partes ni os pueden hacer dos partes, no por falta de longitud, ni hay más remedio a lo que ambos querríamos». Pues eso. Ahora, imagináoslos chocando un par de botijos después de todo esto. Más o menos.
En consecuencia, Carlos V estaba reconociendo al duque de Alba como una figura imprescindible dentro de su máquina de gobierno. Es decir: «El duque de Alba se había convertido, indiscutiblemente, en el gran soldado del ejército imperial», termina diciendo Manuel Fernández Álvarez.
O lo que es lo mismo: ¡oh, capitán, mi capitán!
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