Nuevo «Oficio de tinieblas» de Pilar Rodríguez (@PilarR1977): «Alba» (I)

Último Oficio de tinieblas antes de irme de vacaciones

PARTE 1

Madrid, noviembre de 1885.

Arabela conocía el aroma de la muerte. La Vieja Dama había sido su compañera, su amiga durante tantos años que ya había perdido la cuenta. No podría definirlo, pues era para ella tan natural como el aroma de la lavanda que crecía bajo su ventana o el de las bostas de caballo en las calles de la capital. Para ella era también el aroma de la vida.

El rastro la había alejado de su trayecto habitual llevándola hasta las cuevas de la montaña de Pío. Ninguna mujer en su sano juicio, ninguna dama de su categoría se aventuraría sola en aquel lugar. Una mujer decente ni siquiera debería conocer el nombre de aquel rincón de Madrid, hogar de los más viles maleantes, nido de vicios y enfermedades. Este último pensamiento dibujó una leve sonrisa en sus labios: la aristocracia de la Villa y Corte sostenía que tras las andanzas nocturnas de la misteriosa condesa de Pelliceira no se escondía otra cosa que la lujuria…

…y Arabela nunca se había molestado en sacarlos de su error.

Invisible a ojos de la temblorosa chiquilla que se acurrucaba entre harapos en un rincón de la cueva, la condesa aguardó agazapada entre las sombras.

—Madre.

La chiquilla no se sabía sola. Los mortales pueden sentir la proximidad de lo extraordinario, de lo preternatural, más aún cuando la luz del sol se ocultaba y el velo de los mundos se abría para permitir el paso de aquellos que se movían en el filo de ambas realidades.

—Madre —repitió la muchacha, extendiendo una mano pálida, esquelética, hacia la nada, febriles sus ojos, fijos en un punto más allá de Arabela.

Incluso ella, vagabunda de incontables madrugadas, sintió un escalofrío a su espalda. Conocía su rostro, su voz, pues no era la primera vez que coincidían y sabía que, algún día, la Vieja Dama, la Muerte, tacharía su propio nombre de la lista. La temía y respetaba al tiempo, sabedora de que ella se limitaba a cumplir su tarea.

—Es tuya igualmente. Permíteme tomarla, hacer su trance más dulce. Permíteme ser su compañía en esta soledad. Permíteme tomar su último aliento y que sea este soplo de vida para mí —murmuró en voz baja pero firme.

No escuchó respuesta a la antigua letanía de las guaxas del norte. Nunca la había y, sin embargo, todas ellas sentían en sus entrañas vacías la bendición de la Vieja Dama.

—Gracias.

Se deslizó fluida de entre las sombras, revelándose a los ojos nublados de la muchacha. Era rubia e, intuía, habría sido bonita antes de que las fiebres la diezmasen, pues su rostro aún conservaba cierta redondez infantil a pesar de los estragos de la enfermedad.

—Madre, ha venido —musitó la chiquilla.

Silenciosa, Arabela se agachó frente a ella. Con delicadeza le alzó la barbilla: unos ojos castaños y puros la contemplaron con arrobo.

—Madre, lo siento tanto —musitó, curvándose sus labios en una débil sonrisa.

—Estás en casa, mi niña —concedió Arabela con voz suave mientras le acariciaba la mejilla. —En casa, con tu madre. ¿No quieres un beso de tu madre?

La chiquilla sonrió. No tendría más de dieciséis años, pensó Arabela conmovida; poner fin a su agonía sería casi un acto de piedad. Rodeó el menguado cuerpo con los brazos y lo atrajo hacia sí con dulzura… “Mi niña”, murmuró, sus labios fríos sobre el cuello palpitante y febril, libando su esencia, regalándole el sueño y el fin del dolor. La chica se agotó sin apenas un suspiro: era, si la condesa lo deseaba, una muerte dulce y Arabela decidió que fuese ese su último regalo.

Vislumbró en su sangre su historia; aquella muchacha no era ni la más honesta, ni la más despreciable, tan solo había jugado y había perdido, demasiado pronto, la partida con la vida.

Aflojó su abrazo en el mismo instante en el que la vida abandonaba el cuerpo de la desgraciada. “Te deseo el perdón y más suerte para la próxima, pequeña”, pensó sujetándola con delicadeza.

Un maullido suave rompió el silencio. Un gato, quizás…

—Dama, toma lo que es tuyo, —murmuró, poniéndose en pie y recomponiendo su vestido—. Te lo agradezco.

Sintió el aire frío a su espalda y avanzó hacia la entrada. Volvía a sentirse casi viva, cálida. Aún así era una depredadora y, en un gesto más animal que humano, se limpió rápidamente las comisuras de la boca con la lengua antes de colocarse el velo de nuevo dispuesta a regresar al lugar que llamaba “hogar”.

“Sólo quiero a una de ellas”.

Ahora dale a la ilustración para escuchar el podcast, recuerda que no son iguales, incluyo alguna variación.

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@PilarR1977

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About Galiana

Escritora, bloguera, podcaster, enamorada de todo lo que huele y sabe a Cultura
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