«Oficio de tinieblas» por @PilarR1977: «Hasta ese punto te amaré» (V)

Entrando en la recta final del relato

Hasta ese punto te amaré V

«¿Qué demonios haces aquí, Ricardo?».

Pasó por alto la ausencia de vigilancia a la entrada de San Carlos: sólo un candil a la entrada y después oscuridad. Ahí acababan los miserables, aquellos que no tenían nadie que les llorase: no era forma de dejar este mundo, vacío el espacio entre los dedos buscando un último contacto que no siempre llegaba. No era un lugar de curación sino de muerte y despedida. Tras tantos años bregando en el frente, reconocía el olor de la muerte, espeso y ligeramente acre. Y, flotando como un recuerdo de la vida que palpitaba tras esos muros, el perfume de verbena de Sabela.

Siguió el murmullo de voces, tanteando el camino en la penumbra para evitar tropezar y ser descubierto. Tras un recodo del pasillo, la distante luz de una vela dibujaba sobre el suelo de terrazo dos siluetas de mujer que parecían conversar; tras unos minutos que se le hicieron eternos, estas volvieron a ponerse en marcha.

Caminó tras sus sombras a través de los corredores; a veces perdía el punto de luz, más un perfume fresco y familiar le guiaba como invisible hilo en el laberinto, ajeno a los lamentos dolientes que parecían nacer de las entrañas del edificio.

Las mujeres se detuvieron en un pabellón amplio. A la luz del candil, Ricardo reconoció la silueta y los movimientos inconfundibles de Lobato, de pie en medio de la sala ocupada por dos hileras de camas. Buscó el duque el cobijo de las sombras de la entrada, lejos de la luz. Sabela se detuvo un segundo, ofreció su mano al doctor para el saludo, se alzó el velo y sondeó la oscuridad a su alrededor. Se estremeció Ricardo, pues hubiese jurado que los ojos verdes de su esposa tornaban rojos y brillantes.

La religiosa señaló una de las camas ocupadas, explicando algo que, a Ricardo, en la distancia, se le escapaba. Álvaro tomó el antebrazo de Sabela y la acercó al lecho, incongruentemente caballeroso. Ella asintió, pesaroso su gesto. El moribundo podría apenas rondar los quince, tan delgado que sus costillas se marcaban bajo la sábana. Respetuosos, el doctor y su acompañante retrocedieron, mientras las cuentas de un rosario se deslizaban entre los dedos de la religiosa y sus labios murmuraban.

Ricardo se persignó y ahogó un gemido de horror.

La mujer que compartía su lecho, su dulce Sabela, apartó la sábana que cubría al enfermo y se sentó en cuclillas sobre el flaco pecho. Con la delicadeza y devoción de un amante, su fina mano acarició la mejilla hundida. Quiso apartar la vista, asqueado, pero se descubrió hechizado por la lujuria y el ansía que convertían el rostro de su esposa en el de una completa desconocida. Ella sonrió, un gesto de dientes afilados, carente de inocencia. Sus miembros se doblaron de forma antinatural, el cabello plateado onduló vivo, movido por vientos invisibles (¿era acaso un juego de la luz o los mechones se aferraron al muchacho con el ansía de un depredador?)  y unos ojos rojos brillaron inhumanos al cruzarse con los suyos.

Ahora dale a la ilustración para escuchar el podcast, recuerda que no son iguales, incluyo alguna variación.

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@PilarR1977

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About Galiana

Escritora, bloguera, podcaster, enamorada de todo lo que huele y sabe a Cultura
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