Estamos en el ecuador del relato
Hasta ese punto te amaré III
Sus palabras apenas sonaron más fuertes que un suspiro, pero bastaron para que Sabela abriese los ojos con una sonrisa somnolienta. Incluso en el mismo filo de la existencia lucía viva su mirada.
—Perdón por despertarte, mi vida—. Tomó su mano, pálida, huesuda, y se la llevó a los labios, reconociendo los restos de su colonia de verbena—. Valiente caballero que perturba el sueño de una dama enferma.
—No dormía, querido —sonrió—. ¿Has despedido ya al doctor? Es un hombre agradable. Me apena no haberlo conocido en otras circunstancias.
Ricardo ocultó su desazón con un gesto burlón.
—Tipo peculiar, sin duda. Me comentó que quizás un cambio de dieta podría serte beneficioso.
No había doblez alguna en sus palabras, pero Sabela parpadeó con cierta sorpresa mientras sus dedos fríos, se entrelazaban con los de su esposo.
—Si —comenzó cautelosa—. Le expliqué que tengo el estómago cerrado, que vomito todo lo que como desde hace tiempo. Mandó a Enriqueta al mercado a por carne fresca de potro.
—Poco hecha —apuntó el duque.
—Casi sangrante.
Ricardo le sostuvo la mirada: ¿sospechaba ella acaso de su conversación con el doctor? No encontró malicia alguna en su rostro, sólo cansancio y, tal vez pareció un brillo nuevo, esperanzado, en sus facciones. Conteniendo las dudas que le quemaban por dentro, acarició su afilada mejilla.
—Poco hecha, sí, conserva mejor sus propiedades, imagino. Un caldo para la cena antes de dormir —explicó, apartando un mechón plateado de su frente —. Cariño, esta noche tengo un compromiso en el casino, una reunión política: tediosa, pero imprescindible; ¿te importunará si acudo?
Sabela frunció el ceño teatralmente. A pesar de todo, Ricardo rio.
—¿Cómo osas abandonarme, señor duque? —replicó con falsa indignación. Antes de que pudiese responder, silenció la réplica de su esposo con un dedo sobre sus labios—. Por Dios, ve tranquilo, falta te hace también pisar el mundo de los vivos. No has hecho sino velarme los últimos meses. Enriqueta puede acompañarme esta noche hasta que regreses.
—Dispondré entonces que preparen el gabinete de abajo para evitar despertarte, vida mía —susurró besando su frente, evitando su mirada, escondiendo el desasosiego de su alma y el vacío de su corazón.
Horas después, tras una tarde tranquila, un coche de alquiler abandonó el palacete. A caballo, en la penumbra del portal, Ricardo, deseó fervientemente que fuese el calor de un amante el ansía que impulsaba el corazón de Sabela y no otra clase de ansía.
«Será esta noche, amigo, pues no hay luna en el cielo».
No quería creer a Álvaro, su mente racional no podía reconocer que Dios amparase la existencia de tal mal encarnado en el rostro y los modos amables de su esposa. Tras tomar aire y persignarse, espoleó a su montura, intentando no perder de vista el carruaje, manteniendo la distancia para evitar ser descubierto.
Aquel Madrid de madrugada se le escapaba escondido entre las islas de negrura que conformaban las cada vez más escasas farolas. La ciudad diurna, las noches de eventos brillantes, que él conocía poco tenían que ver con las figuras que entreveía deslizándose sigilosas hasta desaparecer hacia las callejuelas de las Huertas. Tal vez, se dijo, no eran en absoluto reales, tan solo un loco juego de su mente.
Se enderezó y se demandó a sí mismo coraje. El carruaje había llegado hasta el final del Prado, girando a la derecha y deteniéndose frente a la mole cuadrada de San Carlos. A pesar de la oscuridad y la distancia, sus ojos de soldado vislumbraron una sombría forma femenina apeándose del vehículo; no eran los movimientos agotados de una enferma, sino las ansías nerviosas de un depredador, de un cazador. Buscó un poste para atar el caballo y, avivando el paso, llegó a la entrada del edificio, negándose a aceptar la realidad del inusual diagnóstico que Álvaro Lobato le revelase aquella tarde…
Ahora dale a la ilustración para escuchar el podcast, recuerda que no son iguales, incluyo alguna variación.
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