¿Y cómo es él?
Sí, sé que esta semana tocaba contar la de Fuenterrabía, la primera aventura y contacto con las armas de Fernando Álvarez de Toledo con apenas diecisiete palos. Pero ¿no os apetece que os cuente cómo era desde un punto de vista físico y psíquico y qué cositas le pirraban?
Venga, va. Imaginemos esto como la escena del capítulo del Ministerio del Tiempo —Tiempo de hidalgos— en el que Pacino —Hugo Silva— pide a Miguel de Cervantes —Pere Ponce— que describa a los ingleses que le compraron la edición de El Quijote que había escrito: «Fernando era alto y delgado como la familia de su madre, de piel cetrina y nariz prominente», recoge William S. Maltby en su biografía sobre el personaje.
Aunque era hombre «lleno de fogosidad y cólera» —de esta última nos regalaría numerosos episodios a lo largo de su vida, a cada cual mejor—, en palabras de Antonio Osorio —Vida y hazañas de don Fernando Álvarez de Toledo, Duque de Alba, por si os interesa—mantenía un férreo control de su persona; y, lo más importante, carente de vicios. Ni un piti, ni unas cervecillas más que cuando correspondía, ni mucho menos lo que ya sabemos en esas tierras de Dios fuera de casa, que fueron unas cuantas las ocasiones. También se sabe que, a pesar de ser miembro de una familia que no pasaba estrecheces precisamente, vestía bien pero sin ostentación; bebía poco —lo dicho líneas más arriba—, y su mesa era modesta. Que no era un pozo sin fondo, vamos, y se apañaba con cualquier cosa.
En lo que respecta a sus intereses, destacaban dos: los caballos y la guerra. De los primeros poseía una cuadra extensa con ejemplares la mar de rumbosos. De la segunda nunca se hartaría: desde los diecisiete años, edad a la que se marchó de casa camino de Fuenterrabía —actual Hondarribia— con ganas de darle cera a los franceses como si no hubiera un mañana, hasta pasados los setenta, cuando desterrado y con peor relación con el rey que la que muchos tertulianos de televisión entre sí —que luego disimulan mucho ante la cámara—, se echó a la espalda el ejército de su rey para darle la corona de Portugal que tanto ansiaba.
Y para acabar, una de esas escasas —y documentadas— ocasiones en las que decidió batirse en duelo con otro de su edad por un quítame allá esas pajas —la disputa por un amor, para ser más exactos—. Se cuenta que estando ambos en Burgos en compañía de la dama a la que pretendían —los dos con diecisiete palos, insisto—, el otro empezó a dárselas de que manejaba el arcabuz que daba gusto. Y el colega dale al torno Perico con el arcabuz para arriba y para abajo. Hasta que se le hincharon las narices —por no decir otra cosa—, agarró un pañuelo y se lo llevó a la nariz diciendo que no veas cómo cantaba a pólvora allí. Y la dama que qué ingenioso Fernando, qué chispa tenéis, etcétera. El otro se arrancó que eso no me lo decís en otro lugar con armas de por medio, que como os coja os voy a poner fino filipino, etcétera.
Así que la cosa acabó en desafío.
Éste tuvo lugar en el Puente de San Pablo. Fernando se presentó con daga y espada, pero a su rival se le olvidó la primera. ¿Qué hizo? Tirar la suya al Arlanzón presumiendo de actuación y, a continuación, cruzaron sus espadas. El honor quedó salvado, ambos hicieron las paces, y aquí paz y después gloria.
Fernando Álvarez de Toledo y el otro trataron de mantener el asunto en secreto, pero al llegar a casa ambos se dieron cuenta de que lo hicieron con las capas cambiadas. Y claro, le cayó la mundial: que dónde has estado, que de quién es esta capa, que dónde has estado, etcétera. Incluso, para “su eterna vergüenza”, como cuenta Maltby en su biografía, Garcilaso contó varias líneas sobre el asunto en su Segunda Égloga, que es todo un homenaje a su amigo Fernando en forma de personaje llamado Albanio.
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