Felipe II, de prácticas
Los siguientes cinco años —1547-1552— fueron los más gloriosos para el emperador. Los que median entre la batalla de Mühlberg, la que le hizo eterno, y la humillación de Innsbruck, de donde tuvo que salir por patas so pena de que Mauricio de Sajonia lo echara el guante. Pero eso, si eso, para más adelante.
Cinco años gloriosos, decía. Vale que el francés siguiera a lo suyo, es decir, tocándoselos en cuanto podía —en este caso ya su hijo, Enrique II. Francisco había cerrado sesión antes de la batalla de Mühlberg, el 31 de marzo de 1547—; y que la cuestión religiosa alemana también estuviera ahí, latente, pero fuera de eso más o menos todo correcto. Así que para el emperador había llegado el momento de volcarse en la formación definitiva de su churumbel, el futuro Felipe II. Era consciente de que, como le ocurrió a su viejo enemigo Francisco, podía cerrar sesión en cualquier momento. Si no se lo llevaba por delante alguno de los fregados latentes, un problema en forma de salud tenía todas las papeletas —ataque de gota va, ataque de gota viene—. Y, ya empapado de todo lo que se podía empapar en España, era preciso darle al churumbel la mayor cantidad de pinceladas posibles de la política exterior. Pues, como dejó escrito en lo que se llama Testamento Político de Carlos V, «hijo. Porque de los trabajos pesados se me han recrescido algunas dolencias, y postreramente me hallo en el peligro de la vida, y dudando de lo que podría acaecer de mí, según la voluntad de Dios, me ha parescido avisaros por ésta de lo que para en tal caso se me ofrece…». Pues eso, hijo, empápate de todo lo que puedas, que me puedo largar para el otro barrio en cualquier momento.
Como el imperio estaba destinado a su hermano Fernando, Carlos V insistió a su churumbel en que se llevara bien con la Casa de Austria —para eso era familia—, pues también sería beneficioso para sus intereses; reforzado el asunto con una serie de enlaces matrimoniales —los de la época— para que todo quedara atado y bien atado. O que así lo pareciera.
Son deliciosos los párrafos de aquella obra que te acabo de mencionar, en la que le recomienda que respetara las treguas firmadas, como la existente con el turco, pues eso le proporcionaría tranquilidad a menos que el que decidiera romperlas fuera el otro. Había que ser fiel a la palabra dada, le insistió; y también que respetara siempre a su santidad a pesar de que los que él había conocido —en especial Clemente VIII— fuera para echarlos de comer aparte.
¿Y Francia? Aaaaay, María la Portuguesa, que canta Carlos Cano. Según. No podía darle mejor consejo. Le bastaba con echar la vista atrás y recordar las paces y treguas firmadas, «las cuales nunca ha guardado, como es notorio», le decía en la obra ya referida. Ya sea en envase de cartón, en botella o en bolsa —sí, millennials, la leche también la podéis encontrar todavía en ese formato—, la leche siempre es leche. Y si es mala, ni te cuento. De esa el francés —también el hijo— andaba más que servido. Nada que no pudiera remediar un Milanesado bien defendido, imprescindible para mantenerlo a raya, y también para asegurar el desplazamiento seguro de sus tropas allí donde se necesitaran.
En cuanto a las Indias, además de las perras que de allí venían y que había que seguir procurando, Carlos V le recomendó que cuidara de sus paisanos. En ello tuvieron que ver voces como la del Padre Bartolomé de las Casas y otros cuantos más, horrorizados y espantados por lo que se contaba de las andanzas de los conquistadores de aquellas tierras.
Con todos estos consejos en el zurrón, el futuro Felipe II se embarcó en una gira para que lo conocieran bien; giraca al estilo Rolling Stones que incluyó Países Bajos —que serían para él cuando Carlos V cerrara sesión—, Italia y Alemania —que le tocarían en suerte a su hermano Fernando—. Por cierto, en su visita a Alemania, Mauricio de Sajonia acudió a rendirle sus respetos; y de paso, para que intercediera ante su padre con objeto de liberar a su suegro Felipe de Hesse, preso después de la campaña del Elba. El hijo le pidió que confiara en la justicia de su padre, ten fe, hijo mío, ten fe y todo eso, algo que a Mauricio no le hizo ni pizca de gracia. Por eso res años después quiso darle las gracias en persona al emperador. De bien nacido es ser agradecido. Faltaría más.
Durante su estancia en los Países Bajos, el padre se dedicó a mostrarle toda la belleza natural y arquitectónica de aquellas tierras cual guía orgulloso de conocer al dedillo todo lo que le rodeaba; contento y satisfecho por saber que dejaba su herencia en buenas manos. Y feliz por poder descansar de una santa vez por una larga temporada. O eso pensaba entonces.
Pero Mauricio de Sajonia no se lo iba a permitir. «Quiero abrazarte tanto / con mis sentidos, con tanto amor», que canta Víctor Manuel. Y le tenía unas ganitas…
Nada le iba a faltar al emperador Carlos V en sus últimos años de reinado. Pero de nada.
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