Llegó el momento de la despedida por ahora, volveré con nuevos relatos a no tardar mucho, os dejo por ahora con…
Premonición
Lo supe desde el principio y nadie me creyó.
Nací en un pueblo costero del norte y desde pequeña tuve visiones de cosas que ocurrían. Según me dijeron, mi madre era como yo y murió al darme a luz. Mi padre, un hombre duro de mar, me dejó al cuidado de la abuela. Todos los días salía a faenar y volvía al anochecer sin mostrar ningún signo de cariño hacia mí. La noche de mi quinto cumpleaños me levanté de la cama y le dije a la abuela que papá ya no volvería más. Ella se persignó tres veces y me mandó a la cama. Después supimos que su barco se perdió en la tormenta y nunca se supo nada más de él.
Así ocurría cada vez que alguien cercano a mí fallecía y luego todos mis muertos me visitaban y hablaban conmigo en la frialdad de las noches de invierno.
—Cuando me llegue el momento, no quiero que me lo digas —me pidió mi abuela.
—Quizás lo podamos evitar —le contesté yo con ingenuidad.
—Al destino no se le puede engañar.
Y cuando a los catorce años vi su muerte, la miré con ternura y no le dije nada. Ella se unió al ejército de muertos que siempre me acompañaba.
En el pueblo comenzaron a mirarme de forma rara cuando les vaticinaba el porvenir y, como no sabían qué hacer conmigo y no tenía a nadie más, me internaron en un sanatorio cercano.
—Aquí no causarás más problemas —me dijo el párroco con cara de miedo.
—Yo no provoco las cosas que veo —le dije a la cara —es el destino.
Se echó a reír y se marchó de allí sin decir nada más.
Entendí que la única forma de salir de aquel lugar era olvidarme de las visiones y de mis muertos, los únicos que eran capaces de entenderme. Así que jamás les volví a decir a nadie lo que veía
Cuando cumplí los dieciocho años me dejaron marchar con la condición de que me fuera del pueblo, y así lo hice.
Me marché lejos de allí y mis fantasma se vinieron conmigo. Conocí a un chico y me casé con él. Nunca le hablé de mis visiones y fuimos muy felices durante diez años. Tuvimos dos hijos, Luis y Analía.
—Mamá —me dijo un día mi hija —a veces veo cosas.
Entendí lo que me quería decir y tuve miedo por primera vez en mucho tiempo: ella era igual que yo y que mi madre.
—No te preocupes, mi vida, no pasa nada.
Una noche de invierno, justo antes de Nochebuena, las dos nos despertamos al mismo tiempo y acudimos al jardín trasero, el que daba al mar. Sin decirnos nada, sabíamos lo que habíamos visto.
—Hay que avisar a la gente —me dijo Analía.
—No servirá de nada —le contesté impotente.
Aún así lo intentamos. Primero se lo dijimos a mi marido, Alberto. Y nos miró de forma extraña, no queriendo saber nada del tema. Después fuimos al ayuntamiento para intentar ver al Alcalde. Nos miró como si viera un bicho raro y nos despachó con cajas destempladas. Por último fuimos a ver al párroco del pueblo:
—Si estuviéramos en la Edad Media, os quemaríamos por brujas —nos dijo con repulsión.
Volvimos a casa a esperar. Todos los años íbamos toda la familia a la misa del Gallo. Ese año mi niña y yo nos quedamos en casa, Alberto y Luis, mirándonos como si estuviéramos locas, fueron a la Iglesia, con el resto del pueblo.
Las dos nos pusimos a rezar y a llorar en casa por la catástrofe que estaba a punto de suceder: La Iglesia comenzó a arder y nadie pudo salir de ella. Alberto y Luis se unieron a mis padres y a los demás muertos que siempre me acompañaban.
—Si nos preguntan —le dije a Analía —les diremos que estuvimos enfermas y no pudimos ir a la Iglesia, pero jamás le debes hablar a nadie de esta premonición.
Ahora dale a la ilustración para escuchar el relato con mi voz, recuerda que alguna cosita siempre cambio.
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Espero y deseo que esta nueva serie de relatos te haya gustado, nos encontramos muy prontito.














