Me despido con el desenlace de «El ocaso de una dama«,
¿Vencedora o vencida?
Solo podías ver la posibilidad de que el reinado de la otra finalizara. Volverías a ejercer poder sobre él, tal y como lo habías hecho durante el inicio de vuestro matrimonio, antes de que supiera quién eras, qué te movía. Poco te importaba usar una intermediaria. Después de todo, solo me considerabas una marioneta muy manejable. La muchacha pobre a la que podía arrebatársele el cabello cuando te placía. Una ignorante fácil engañar.
Cuánto sabes de manipulaciones y qué poco de la naturaleza humana.
Yo navegaba entre la culpa y la ilusión. Ingenua, por aquel entonces, creía que el juego del amor solo se basaba en miradas, palabras susurradas y el robo de alguna caricia en la mano. Que con eso bastaría para cumplir con mi parte del trato. Lo alejaría de su amante, después él volvería a ti.
Así es la ley de Dios, cuando dos vidas han sido unidas, son indisolubles. Yo, como nota discordante, estaba condenada a desaparecer. A llevarme conmigo para siempre la creencia de que quizá, un día, a él le inspiré un poco de amor.
Amor, qué palabra más pequeña para algo tan grande. Si supieras lo que es, comprenderías lo que te digo.
Pronto descubrí que querer implicaba una honda ternura que acababa por desembocar en un fuego que consumía e inflamaba las pasiones del alma, provocando la unión de los cuerpos y la fuga de agua entre las piernas.
La otra es ahora un recuerdo de otro tiempo, tal y como yo lo seré. Mas nada podrá borrar la estela que a nuestro paso hemos dejado. Él permanecerá a tu lado porque así lo exige la ley. Pero no habrá batalla que te haga ganar su confianza, menos todavía su afecto. ¿Qué crees que sucederá cuando sepa lo que has hecho? Su desprecio por ti se acrecentará. Cada día que pase se alejará más tu deseo de gobernarlo a él y a sus posesiones, sin que nada logre evitarlo.
Dicen que un hijo es una bendición. Así lo creo también, ahora que soy madre. Fue él quien decidió que debía irme de vuestro hogar, al saber que me había quedado encinta dos meses después que tú. Estaba convencido de que te sentirías eclipsada; pensaba que, si descubrías que casi desde el inicio yo había actuado en contra de tus directrices, tratarías de hacernos daño.
Ninguno olvidaba tus malogrados embarazos. Yo temía que me sucediera lo mismo. Él que, durante el parto, Dios determinara llevarme, igual que ha hecho con otras muchas mujeres.
Cuando partió para intervenir en ese conflicto entre la nobleza por causa de la reforma, sentí una gran tristeza. Quise convencerme de que el embarazo me hacía experimentar la separación con más intensidad.
Adoptaba a sentarme en la ventana, igual que había hecho en mi día a día, aguardando que él llegara. Mas esta vez, la distancia entre nosotros no era un galope de caballo, sino días.
Confieso que no solo lo buscaba a él en la lontananza, también temía verte llegar a ti. Sabía que sería cuestión de tiempo que intervinieses para separarnos, igual que lo habías hecho en el pasado al buscarme.
Cómo sucedería no era capaz ni de imaginarlo. Eso era lo que más miedo me daba, no saber cuál sería la puñalada.
Poco podía imaginar que usarías contra mí la más dolorosa estrategia. Quise convencerme de que el nacimiento de tu hija te había conmovido hasta tal punto de dotarte con piedad. Siempre fui una simple.
Cuando el dolor del parto hizo mella en mí, todas las precauciones que él había tomado rozaron la indefensión. El bebé llegaba antes de lo esperado. Habíamos postergado prepararnos y ahora debía hacerlo sola.
Fueron horas duras, a la vez pasaron en un suspiro. Me sentí plenamente feliz cuando al fin lo tuve en brazos. Poco tiempo tuve para disfrutar de él. ¿Qué fueron, minutos, lo que me permitiste tenerlo?
Estaba medio dormida cuando entraron tus secuaces y me lo quitaron de los brazos. En su lugar me dejaron a tu hija, esa niña de dos meses cuya vida parecía que en cualquier momento se desvanecería. La comadrona, obligada a informarte de cuándo diese a luz, me salvó la vida al decirte que moriría en unos días por causa de las fiebres del parto.
Una amante que despreciabas y una hija que no querías. Qué conveniente que desapareciésemos en un desafortunado parto. Mientras tú serías la ejemplar madre de un niño sano.
Él lo cuidará bien, es su hijo. Yo haré lo mismo por esta niña. El pasado queda atrás, lo que tenemos es el presente y lo que vendrá, solo Dios sabe qué nos reserva el futuro. Quizá me alcances algún día. O puede que él y yo acabemos siendo una familia, con unos hijos que, estoy segura, jamás serán tuyos, si no de él y míos. Y esa herida será la que te quemará durante lo que te reste de vida, una vida que ya ha entrado en el ocaso.
Espero os haya gustado el relato «El ocaso de una dama».














