La oscuridad por alguna extraña razón nos da miedo, un miedo irracional, en algunas situaciones hasta insuperable.
Miedo a la oscuridad
La puerta estaba entreabierta cuando lo normal es que estuviera cerrada. Me acerqué a cierta distancia. Miré. No se veía luz en el interior. No se oía música ni ningún otro sonido. Del interior provenía ese silencio que solo tiene la oscuridad y que, tengas la edad que tengas, te produce una extraña sensación que te recorre la piel.
Dudé entre pasar el umbral o quedarme allí. En ese preciso instante se apagó la luz del descansillo de la planta; recordé la de veces que en las reuniones de escalera voté por la automatización y el del 4C se opuso por no rascarse el bolsillo.
La maquinaria del ascensor inició su movimiento.
Allí estaba yo, en medio del pasillo, a oscuras, ante una puerta entreabierta y sin saber muy bien qué hacer.
Oí pasos. Algún vecino que subía o bajaba utilizaba la escalera. Pensé que tal vez tenía prisa y, al estar el ascensor ocupado, no le quedaba otra.
Justo frente de la puerta de la que provenía aquel olor a inquietud había un saliente en forma de recodo lo bastante ancho como para ocultarme si me pegaba bien a la pared.
Antes de esconderme, miré hacia el final del pasillo. En la oscuridad es absurdo intentar ver nada, pero sabía que allí al fondo, en aquella negrura tan distante, me esperaba la puerta de mi propia casa. No tenía más que correr hacia ella y estaría a salvo. Solo un pequeño detalle se interponía: no tenía las llaves encima. Las había dejado olvidadas en casa de la vecina que vivía en el interior de la puerta entreabierta, de la que surgía aquel silencio turbador.
Intenté pensar con rapidez, pero estaba paralizado. No comprendía cómo la casa de mi vecina se había convertido en un lugar oscuro y temeroso en el breve tiempo en que había salido a la calle, me había entretenido hablando con el conserje en el portal y me había dado cuenta que no tenía las llaves al ir a abrir el buzón.
Oscuridad, eso era. El único elemento que tenía y con el que podría salir de aquella situación tan comprometida si sabía utilizarlo como aliado. Pero…
Siempre que uno encuentra una solución, tienen que venir los peros.
¿Por qué si unos minutos antes había salido de casa de mi vecina y ella se había quedado dentro, ahora la puerta estaba entreabierta y todo era silencio y oscuridad? ¿Habría sucedido algo en apenas quince minutos?
Recordé que días atrás habían asaltado la casa de otro vecino en el portal de al lado.
Tal vez alguien me había visto salir, alguien que me vigilaba. En cuanto tomé el ascensor, llamó a su puerta. Ella debió abrir sin pensar, imaginando que era yo. Ahora, quien hubiera entrado estaría allí haciendo… No quería ni imaginarme qué.
Los pasos en la escalera sonaban cada vez más cercanos. Esperaría a que se alejaran, entonces bajaría corriendo y le pediría ayuda al conserje. ¿Y si la persona que subía se paraba y empujaba la puerta de este piso y la cruzaba? Estaría perdido.
La escalera no era la manera de salir de allí. El ascensor seguía funcionando. Tal vez, solo tal vez, la vecina cotilla de al lado de mi casa fuera la que subía. No podía verme allí. Yo no quería que supiera lo que tenemos mi vecina y yo. Se lo contaría a los demás y mi mujer se enteraría de todo. Mejor seguir allí. El saliente de la columna me servía de escondite, tanto si alguien entraba por la escalera como si lo hacía mi vecina.
Solo tenía que dejar de oír los pasos en la escalera subiendo un piso más y rezar por que el ascensor pasara de largo.
La puerta de la escalera se abrió. Alguien encendió la luz. Me pegué aún más contra la pared. Mi vecina cotilla no subiría por la escalera: tiene más de setenta años y camina con dificultad. No quería asomarme y no sabía quién podía ser. El ascensor siguió funcionando con lo que debía haber subido hasta lo más alto.
Me pegué contra la pared todavía más, como si quisiera ser más delgado de lo que ya soy o como si pudiera empotrarme en ella.
Me llegó el sonido jadeante de la persona que acababa de acceder al rellano de la planta. Los pasos se encaminaban hacia el lugar donde yo estaba. Quizá me había descubierto tras la columna, frente a la puerta entreabierta de la casa de mi vecina donde me había dejado las llaves.
Alguien accionó el interruptor de la luz. Una mujer de cabello largo se paró de espaldas a mí, justo frente a la puerta entreabierta. Se giró. Me miró.
—¿Qué haces aquí, a oscuras? —me dijo aún jadeante—. Te dejaste las llaves sobre la mesa, como de costumbre. No sé dónde tienes la cabeza. ¿Y qué haces ahí pegado a la pared con esa cara de susto?
Galiana













