‘Pa’ habernos ‘matao’ por @VictorFCorreas (serial sobre Carlos V) para leer y escuchar (incluye podcast en iVoox): «Me tienes ya hasta las narices»

Me tienes ya hasta las narices

Que si, que Carlos V ya estaba hasta las narices de que el francés, esto es, Francisco I, no se cansara de tocársela una y otra vez. Esta vez se la estaba tocando en Saboya, cuyas tierras invadió el galo estando el emperador en Nápoles. Otra más. Pues bien, la respuesta iba a ser de las gordas.

Lo primero que hizo el emperador fue darle un ultimátum de veinticinco días de duración. Eso, tras ordenar a la emperatriz Isabel que pusiera a España en alerta. A España entera. Bromas, las justas; a sabiendas de que aquel ultimátum no valdría para nada. Que ya conocía el percal.

Así que, visto lo visto, y a la espera de una respuesta del francés, Carlos V tomó el camino del norte de Italia desde Roma, donde se entretuvo una temporada, como pudimos ver en el capítulo anterior. En su cabeza bullía un plan lo más de lo más: invadir Francia. Con un par; entrar en el cuarto de Francisco I y liársela parda. Y si tenía lo que hay que tener, que le hiciera frente en su propia casa. Lo que cantaba el mítico y tristemente desaparecido Jaime Barella, aquello de «a la puerta de tu casa véngote a buscar», sólo que Carlos V abrió la puerta de la del francés sin permiso y se coló hasta la cocina.

Algo se tuvo que temer el francés, porque camino del norte de Italia el cardenal de Lorena, enviado por Francisco I, salió al paso del emperador; que no es que cambiara de condiciones para llegar a un acuerdo pacífico en lo tocante a Saboya y tal. Nanay. Pero que se mostraba más flexible, eso sí que sí. Hablar y todo eso. Pero aquel cardenal se encontró con que era ahora Carlos V quien le soltó que haber escogido susto. A buenas horas y tal.

En fin, que los desvelos del cardenal de Lorena de evitar que se desatara una hondonada de hostias fueron en vano. Tanto es así, que el emperador mandó a un fiel servidor suyo y mejor soldado llamado Garcilaso de la Vega —ya te he contado alguna de él— para ultimar el plan de operaciones con Andrea Doria y Antonio Leyva, jefes de los ejércitos de mar y de tierra, respectivamente, de cara a un ataque a Francia por ambos terrenos. Mientras a Carlos V le recibían poco menos que a Neil Armstrong y compañía en Madrid allá por donde pasaba —el tributado en Florencia por su hija, Margarita de Parma, y su yerno, Alejandro de Médicis, de órdago—, continuaron los preparativos para la guerra, con el reclutamiento de más de 35000 lansquenetes en Alemania, además de movilizar tropas en España e Italia, que no llegarían de un día para otro, como es de suponer —siglo XVI. Los desplazamientos no eran como los de ahora—. Entretanto, su santidad, Paulo III, nombró a nuevos cardenales —Trivulcio y Caracciolo— para detener la amenaza de las hostias, que se adivinaban importantes. De gran calibre.

En total Carlos V reunió a cerca de 60000 soldados —24000 alemanes, 26000 italianos y 10000 españoles, caballería y artillería aparte—, contingente con el que se encontró en Asti —en el Piamonte. Italia—. Allí celebró su primer consejo de guerra, en el que Leyva le aconsejó desarrollar la guerra en dos fases: la primera, sacar del Piamonte a los franceses a hostias; la segunda, recuperar Saboya, lo que supondría hurtar a Francisco I de su plataforma preferida para atacar la zona cuando le viniera en gana; y, ya de paso, entrar en Francia como Pedro por su casa. Con este movimiento, además, el francés se quedaría sin bazas a la hora de afrontar un hipotético proceso de paz, para reducir el conflicto a lo que Leyva llamaba «una crisis política estrictamente localizada». Por su parte, Doria, más ambicioso y echado para adelante, le aconsejó tomar Marsella —burro grande ande o no ande— y marcarse allí un Túnez. El mar, la fuente de las victorias, y todo eso.

Así estaban las cosas. De lo que se pensó a lo que pasó medió un abismo, pero es bueno en este punto recordar lo que salió de aquel consejo de guerra. ¿Y qué es lo que salió? Primero, echarse sobre Turín para terminar de sacar de Italia a los franceses; luego, caer sobre Grenoble e incluso Lyon, ciudad desde la que los espías del emperador aseguraban que había partido la última ofensiva francesa. Con este último movimiento se lograría un acercamiento al Franco Condado —última de las herencias recibidas por el emperador—, cuya seguridad le tenía más mosqueado que el sonido de las V1 nazis a los londinenses. De esta manera se tomaría parte de Francia. Easy, que diría aquel primer ministro británico.

De lo que pasó a lo que se pensó, decía, un abismo. Primero, un contratiempo llamado Fossano, que resistió lo que no está en los escritos y más allá el asedio propuesto por Antonio de Leyva; y cuya conquista el emperador consideraba esencial, pues en su opinión, «será ganar o perder toda la reputación de lo que en adelante habremos de hacer». Por mis santos cojones, por resumir. El resultado de la obstinada resistencia de Fossano y de lo que pudiera derivarse de ello —llegada de franceses a cascoporro para auxiliar la plaza, etcétera— fue un cambio de planes. Del inicial deseo de subir hasta Grenoble, pues, se pasó a una ofensiva en la Provenza. A ver qué tal salía la cosa. Y salir, lo que se dice salir, pues no, no salió bien. Aquello terminó como el rosario de la aurora para sus intereses.

Fossano fue la prueba de que la cosa no se iba a dar como el emperador pensaba. Y, claro, con el terreno enquistado y el francés dispuesto —y encantado— a una guerra de resistencia aún en su propio territorio, el asunto pintaba feo para Carlos V. No obstante, por el occidente asomó un pequeño rayo de luz para sus intereses en forma de detención y traslado de Ana Bolena a la Torre de Londres. Lo de siempre: Enrique VIII, que ya se había hartado de la enésima. La alegría que le entró al emperador fue de las gordas. Tanto como para decir que «Dios ha querido abrir camino», de tan chungo como veía el asunto con el francés. Qué mejor aliado para sus intereses que el rey inglés, al que pensó en ofrecer una doble alianza matrimonial portugués: por un lado, el propio Enrique con María de Portugal, hija de su hermana Leonor de Austria; por otro, María Tudor –la que iba a ser su costilla— con el infante Don Luis —hijo de Manuel I el Afortunado, suegro de Carlos. Ya sabes, las cosas del siglo XVI—. Incluso el emperador llegó a soñar con que Inglaterra volviera a la senda del catolicismo con esos enlaces, pero aquello no pasó del sueño de una noche de verano, ya que nunca se hizo realidad. Lo único real eran las hostialidades con el francés. Tras cruzar los Alpes Marítimos igual que hiciera Aníbal siglos atrás, pero al revés, se desataron aquéllas, pero a lo grande, con el duque de Alba al frente de la caballería pesada y el mismísimo emperador al de la infantería.

El asunto empezó bien, con la toma de Antibes y Cannes, que el ejército francés, dirigido por el sin par Anne de Montmorency —lo de Anne le venía por su madrina, Ana de Bretaña, reina consorte de Francia—, dejó como un solar. Solar que se extendió a las tierras a las que llegaba el ejército imperial, con los locales tributándoles homenajes de un desprecio que atentaría a lo dispuesto en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, amén de ayudar a las huestes de Montmorency en todo lo que necesitaran; y con el peligro que suponía alejarse de la costa, lo que dificultaba el abastecimiento del ejército, que contaba con el apoyo por mar de la flota al mando de Andrea Doria. Todo esto en pleno mes de julio. Seguimos para bingo.

El resultado fue un escenario dantesco: los caballos, palmándola por centenares; hectáreas y hectáreas de tierras que los franceses quemaban en su retirada para no dejar nada a los imperiales que llevarse a la boca —sus soldados llegaron a comerse las uvas aún verdes. Así estaba el patio—; y ni una oportunidad decente para enfrentarse al ejército francés.

En fin, que el sueño de tomar Marsella se desvanecía. Desbastecidas las tropas, abrasadas por el calor, con algunas bajas de renombre —las veremos a continuación— y el miedo en el cuerpo del emperador de caer preso y repetir lo de Pavía, pero al revés, el 4 de septiembre de 1536 anunció que se volvía para Italia dejando en paz a Francisco I y a sus franceses; llorando la muerte de Antonio de Leyva en plena retirada, al que los franceses, como homenaje —el respeto y la admiración, que nunca falten—le prepararon una litera para que se trasladara su cuerpo con la dignidad que merecía; y también la de Garcilaso de la Vega, caído en combate en Niza tras ser herido en Le Muy en una refriega sin más. Murió en cuerpo y alma, que no en recuerdo, que quedó plasmado en versos como estos:

«Marchitará la rosa el viento helado,

todo lo mudará la edad ligera

por no hacer mudanza en su costumbre»

¿Y Carlos? A pesar de todo, orgulloso: la guerra se había librado en suelo francés, lejos de Italia, lo que resumió con estas palabras: «Sienta —el francés— el efecto desta guerra en su propio Reino»; y porque Francisco I tampoco había tenido los huevos suficientes —según Carlos V— para enfrentarse a él cara a cara. Jodido, pero contento, en definitiva.

Has leído y ahora dale al podcast en ivoox recuerda hay variaciones.

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@VictorFCorreas

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Escritora, bloguera, podcaster, enamorada de todo lo que huele y sabe a Cultura
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