Algunas personas te roban el corazón desde el minuto cero. Se convierten en protagonistas de tu vida
Los matones
Aquellos tres tipos volvían loco a cualquiera. Los tres eran de mucho cuidado y, tanto juntos como por separado, tenían mucho peligro. Lo sé muy bien, los conocía muy de cerca y te puedo asegurar que, si te topabas con ellos, te dejaban huella. Al menos a mí, desde el día de su nacimiento, lo hicieron.
Los hechos que voy a narrar tuvieron lugar una tarde, una de esas en las que todavía el sol no se ha puesto y no hace un excesivo calor.
Los tres se hallaban juntos, cosa muy habitual, en un parque. Hay quien dice que vivían cerca de allí. Sobre esto último no puedo dar fe; no me encontraba en el lugar y los hechos me los contaron, es decir, no los presencié.
El rubio, uno de ellos lo era y le apodaban así dado que nació con el pelo casi albino y los ojos de un azul intenso, estaba sentado como casi todas las tardes en el pretil. Desde esa posición, dominaba a todos y todo. Casi siempre llevaba un libro en la mano. Y con las gafas que se gastaba, tenía aire de intelectual, pero que nadie se llame a engaño: un ojo en las páginas y el otro en cuanto sucedía a su alrededor.
Con un gesto, el rubio llamó al más alto y fornido de los tres. Por estatura y complexión, podía parecer el mayor, pero no: era el menor.
Parco en palabras, tal vez en exceso, no las necesitaba. A cambio, poseía una mirada de soslayo más que suficiente para decirles a todos quién era él y, en primer lugar, quién mandaba allí y a quién debían respetar. Mejor no cruzarse en su camino.
El tercero en discordia iba siempre a lo suyo; un espíritu libre, demasiado independiente a primera vista. Sus ojos, al tanto de los otros dos, daban la sensación de que era el más responsable de los tres. Pero las apariencias engañan y también lo hacían en aquel caso. El Lazarillo de Tormes, a su lado, un mero aprendiz en cuanto a pícaro.
Total, que al ver que el menor se había acercado en petit comité al rubio, supo que aquella tarde habría jarana de las gordas, de esas en que el derramamiento de sangre promete ser el colofón de la fiesta.
Hizo lo acostumbrado: seguir al tipo que parecía un armario de tres cuerpos. Solía hacerlo por pura curiosidad, prima hermana de la que mató al gato.
El menor de los tres había recibido instrucciones precisas y tenía el objetivo a la vista. Bien sabía el rubio que no iba a fallar en la encomienda.
La víctima se hallaba en medio del parque, tan negra y grande que llamaba la atención. El alto y fuerte se colocó a su lado, como le habían ordenado. En el momento que consideró más oportuno la atacó sin piedad. Aplastó el bicho con todo el peso de un niño de tres años que medía y pesaba como uno de cinco.
El bicho quedó espachurrado, con las tripas sobre la arena, junto al tobogán.
El hermano del perpetrador, de siete años, al ver las vísceras del animal revueltas en fluidos viscosos, comenzó a vomitar. A la segunda arcada, gritó:
—¡Mamá, Lukas ha matado una cucaracha! ¡Roko le ha dicho que lo haga!
El hermano de cinco años, sin inmutarse, contestó mirando a su madre:
—Yo no he sido, no he pisado ninguna cucaracha asquerosa. —Después abrió el libro y siguió leyendo con un ojo en la página y otro en sus hermanos.
Lukas miró el animal muerto; se aseguró con otro enérgico pisotón de que aquel ser infecto estuviera muerto matao para después buscar la complicidad de sus hermanos con la mirada, sobre todo, la del rubio.
Con el trabajo bien hecho, corrió a los brazos de mamá.
Galiana













