La AI lo va inundando todo poco a poco o mucho a mucho según se mire.
Una mujer por AI
Ayer estuve cenando con un amigo escritor. Quería demostrarme las maravillas que se hacen ahora con la inteligencia artificial en cuanto a ilustraciones y lo mucho que la IA sirve como musa.
Me mostró a una mujer. Me aseguró que sería mi perdición. Evidentemente, me lo tomé en plan cuando leas la novela, han caído todas, te va a robar el corazón y todas esas cosas.
Me quedé mirándola con detenimiento.
La ilustración era de una mujer de tez clara, líneas delicadas, profundos ojos azules, cabello dorado recogido en una trenza al lado. No era demasiado espectacular; tenía un no sé qué, ese algo enigmático que poseen algunas, quizá el misterio que da llevar la cabeza cubierta por la enorme capucha de una capa.
Reconozco que me atrajo; hasta ahora todo lo que estaba viendo en cuanto a ilustraciones por inteligencia artificial me parecía inexpresivo, en cambio aquella ilustración rebosaba juventud y a la par experiencia.
Francamente, estaba muy bien hecha.
Mi amigo, como buen escritor, me contó la historia del personaje que había creado. Una muchacha a la que la vida había tratado con poca fortuna. Huérfana desde temprana edad, acostumbrada a sobrevivir, con el alma endurecida por los tiempos y las circunstancias. Todo ello, sin entrar en mucho detalle, la había convertido en una grandísima hija de puta.
Seguí mirando la ilustración; esto último no lo veía por ningún sitio. Claro que las personas que no llevamos escrito en la cara somos más malas que un dolor; al contrario, solemos parecer angelicales mientras clavamos una daga en las tripas de quien sea.
Hablando de dagas, la muchacha en cuestión llevaba una medio escondida entre sus ropajes con una empuñadura tallada bastante original y llamativa. He dicho ropajes; la novela de mi amigo estaría ambientada a comienzos del siglo XVI.
Del argumento apenas me contó lo justo. Estos escritores algunas veces están demasiado obsesionados con según qué temas.
Ya era muy entrada la noche cuando me fui a casa. Al llegar al portal, una persona estaba mirando los telefonillos. Parecía buscar un piso; tapaba la puerta. Tuve que tocarle en el hombro para que me dejara pasar.
—¿Me permite?
La figura estaba envuelta en una especie de capa enorme con una gran capucha; cierto que en pleno diciembre aquí en Madrid hace un frío del carajo y no me llamó la atención que estuviera abrigada de pies a cabeza.
Ella se giró. La luz del portal alumbró su rostro. No podía creerlo. Era el mismo que acababa de ver en el portátil de mi amigo. Tan solo acerté a decir:
—¿A qué piso va?—creo que hasta tartamudeé al hablar.
—Al tuyo —contestó con ese tono que ponen las mujeres cuando quieren envolverte para llevarte a su mundo.
Recuerdo haber parpadeado, haberle abierto la puerta, todo caballeroso. No dejar de mirarla de abajo a arriba, de arriba abajo con cara de bobo, de pasmao, de idiota total. En el ascensor ella me habló como si me conociera de siempre y mientras yo me dejaba atrapar por sus palabras como si flotase en mitad de una neblina.
En casa le ofrecí una copa tras quitarle la capa. Llevaba puesto un vaquero y una camiseta blanca sin ningún dibujo. La misma trenza rubia, sólo que esta vez le colgaba por detrás de la espalda hasta pasada la cintura. En lugar de unas sandalias de cuero llevaba unas botas por encima de la rodilla con unos taconazos de aguja que quitaban el hipo.
Mi instinto de supervivencia me hizo escudriñar si ella portaba una daga; allí no había nada de eso, al menos a la vista. Su bolso minúsculo, como mucho, podía llevar una navaja suiza y de las pequeñas.
Tomamos una copa, luego una más y una tercera…
Una cosa llevó a la otra. Empecé a acariciarle la mano, el cuello, un beso por aquí, otro por allá. Me lancé, ella no opuso resistencia.
Del sofá pasamos a la cama. Me arrodillé ante ella y le quité las botas. Después la desenfundé de aquellos vaqueros tan ajustados. Ella se tumbó en la cama y con su dedo índice me dijo: Ven. Abrió las piernas y yo le quité las diminutas braguitas. Metí mi cabeza en su entrepierna, para cuando la saqué, ella se había quitado la camiseta y estaba totalmente desnuda. Ascendí por su cuerpo hasta introducirle mi miembro viril.
Podría contarte toda la noche, pero no quiero entrar en tanto detalle; soy de los que se guardan las intimidades por aquello de la caballerosidad.
Hoy al amanecer ella no estaba; se había marchado mientras yo dormía. Sobre la mesita de noche había una daga. Su empuñadura era la misma que había visto en la ilustración que mi amigo me había enseñado durante la cena la noche anterior.
Sobre la mesa del salón encontré grabado a cuchillo.
“Agradece que no lo hiciera sobre tu pecho”.
Galiana













