Hola, soy Cristina Sopena Marcual, si clicas en la ilustración superior sabes alguna cosita de mí.
Desde hoy hasta el jueves voy a acompañarte con mis relatos, espero te gusten.
Casilda
La lluvia no había dejado de caer durante todo el camino entre paisajes exuberantes. Víctor bajó del coche sobre el gran charco que cubría toda la plaza del ayuntamiento, salpicando de barro su caro pantalón de marca. Víctor dejó ir un sonoro improperio mientras abría el paraguas.
Empezaba a arrepentirse de haber venido para cubrir el asesinato de la vieja. Estaba mojado y tenía frío. ¿A quién se le ocurre apuñalar a una anciana de ochenta y tres años en este pueblucho?
A la mañana siguiente, había dejado de llover, pero seguía encapotado. Víctor bajó a desayunar.
—Usted es el periodista ese de la tele, ¿verdad? A mí mujer y a mí nos gusta mucho —dijo el dueño, que hacía tanto de camarero como de recepcionista o chico de los recados.
—Gracias —Víctor le sonrió hinchando el pecho.
—¿Ha venido por el asesinato de Casilda?
—Sí, ¿la conocía? —Todos la conocíamos. Esto es un pueblo pequeño y ella era la última de la familia de caciques madereros más antigua de Pontevedra. Imagine usted, las rencillas siguen existiendo. Ya sabe.
Al salir, se fue directo al bar de la plaza. Pidió permiso para sentarse en la mesa de dos ancianas y pidió un cortado.
—Es usted más guapo al natural que en la televisión. ¿Habrá venido por la pobre Casilda? —le dio la mas regordeta de las dos.
—Así es. Y gracias por lo de guapo —sonrió—. Cuéntenme: ¿cómo era Casilda?
—¡Cascarrabias! —soltaron las dos a la vez.
—Protestaba por todo: del frío, de la lluvia, de la gente del pueblo.
—Y de su familia ¿qué saben? Me han dicho que fueron los caciques de la zona.
—Así es. Su padre era un cabrón.
—¿A qué se refiere?
—Hablo de humillación, exceso de poder, maltratos…
—Incluso, se dice que hizo desaparecer a una de sus amantes por desafiarle.
—¿Habla de asesinato?
—Así es, señor periodista —contestó la más pequeña y reseca de las dos.
—Entonces, ¿quién creéis que la mató y por qué?
—Antes de sentarse en la mesa con nosotras, lo hablábamos: todos la considerábamos una loca porque se adentraba en al bosque lloviendo y siempre sola. Pero ahora, pensamos que el secreto que escondía en el monte tal vez tenga algo que ver.
Víctor se fue a dar un paseo para poner en orden la poca información que tenía. ¿Qué había en el bosque?
Entró en el hostal y le preguntó al dueño qué podía haber en el monte. Nada, dijo. Solo hay las ruinas del antiguo búnker que se hizo construir el padre de Casilda durante la guerra. Víctor le preguntó si podía llevarle allí. El hostelero accedió no sin antes advertirle que la policía no había encontrado nada relevante.
Cuando llegaron al lugar, realmente no parecía gran cosa. El techo se había hundido y estaba todo lleno de escombros y hierbajos. Cuando decidieron volver al pueblo, Víctor pisó algo metálico que le hizo resbalar. Era una gran anilla de hierro.
La tomó y tiró de ella. Le sorprendió que el escotillón no pesara demasiado. Víctor abrió la trampilla que daba a unas escaleras y bajó.
Lo que vio allí abajo le heló la sangre. Era un verdadero santuario a Francisco Franco. También había fotos del padre de Casilda ejecutando a campesinos gallegos como trofeos de caza. Todo ordenado y limpio.
—Ese mal nacido mató a toda la familia delante de mi madre, que era solo una niña —el hostelero había bajado detrás de él.
—Ostras, lo lamento.
Víctor se volvió para ver al hombre.
—Mi madre nunca lo llegó a superar y enloqueció con el paso del tiempo. Sufrió y nos hizo sufrir a sus hijos —los ojos del hostelero enrojecieron —. Descubrí este sótano hace poco más de dos meses. Desde entonces, germinó en mí el odio y la rabia hasta que tuve que matar a Casilda.
De pronto, el hostelero subió las escaleras y cerró el escotillón antes de qué Víctor pudiera reaccionar.
—Perdóneme, Víctor —gritó desde fuera mientras colocaba una gran roca sobre la trampilla.














