Una cita con @GalianaRgm: «Me han asesinado (II)»

Llega la segunda parte de este true crime. Más pistas, más personajes, más detalles para que vayas elaborando tu teoría sobre el asesino, el móvil…

Me han asesinado II

El párroco y el jefe

El coro lo dirigía el cura de la parroquia, un hombre poco más joven que yo. Las mujeres decían que se parecía al malogrado actor que encarnó al personaje de Superman en los años setenta y, sí, el parecido era asombroso.

Se llevaba muy bien con todos los miembros de la congregación. De esas personas que tienen imán para la gente, transmiten confianza con su voz, sus gestos…

Recibía a todos en su despacho. Perteneciera o no a la parroquia, casi todo el mundo buscaba su consejo.

En lo que a mí respecta, hizo todo lo posible por ayudarme a que me integrara cuanto antes. De ahí nació nuestra amistad.

Enseguida se percató de que entre el contable de la armería y yo había algo. Fue el primero en ponerme al corriente sobre lo sucedido con la hija del armero y me pidió que estuviera muy atenta, que indagara sobre la persona con la que salía.

Reconozco que no me gustó su sugerencia, me pareció que estaba extralimitándose. Yo no le había pedido ayuda. Reaccioné mal y, sí, le dije alguna palabra que no debía. Las intromisiones en mi vida las llevé mal siempre. Se lo recriminé en no muy buenos términos y después le pedí perdón para tratar de olvidar el malentendido. Él, en lugar de bajar el tono, y dado que estábamos en su despacho los dos solos, sacó de un cajón de su mesa un informe sobre mi vida.

Por lo visto, de todos los que estábamos en la congregación religiosa tenía uno; le gustaba conocernos para no llevarse sustos. Al menos eso me alegó.

El informe respecto de mi persona estaba basado en lo que le había contado mi nuevo jefe. Sí, él también pertenecía a la parroquia. En aquellos papeles aparecía mi verdadero nombre: tuve que cambiarlo al mudarme. Supo que todavía no estaba divorciada porque mi anterior marido se negaba a firmar y supo también las razones de mi traslado; supo, en fin, la verdad que yo ocultaba a mis nuevas amistades.

No le rebatí nada. Me dijo que, por su parte, aquello estaba a salvo, pero que alguien más podría enterarse. Volvió a pedirme que tuviera cuidado con mi nueva pareja.

Mi actual novio y yo todavía nos estábamos conociendo y no tenía pensado decirle nada de todo aquello; ya habría tiempo para ello. Nunca lo hubo.

Me marché pensando en mi jefe, un estúpido de mucho cuidado. Un hombre grosero y burdo con las mujeres que trabajan con él.

Nunca fui dada a lucir escotes o ropas ajustadas, mucho menos, a acudir así al trabajo. Para mi edad podía permitirme vestir casi cualquier cosa, aunque al trabajo una no iba a lucir palmito.

Mi jefe, alguna vez, siempre delante de otros compañeros, me invitó a tomar algo después del trabajo. Todas las veces me negué procurando no herir sus sentimientos. Sabía que era de los que entrega la carta de despido si no le ríes las gracias. Se lo vi hacer en más de una ocasión.

Como buen patán, considera a las mujeres inferiores por el mero hecho de no tener atributos masculinos entre las piernas. A la única que siempre le vi respetar fue a Laura.

Laura y Fran

Laura, la mano derecha del cura, la secretaria del coro, la dueña y señora de todo lo relacionado con la parroquia, sin que tal cargo constara en papel alguno.

Nada sucedía por allí sin pasar por sus manos. Nunca llegué a saber por qué aquella mujer cercana a los sesenta tenía tanto poder, ni qué tipo de relación llegó a tener con el párroco.

Se comportaba como si tuviera treinta años. Se vestía, se peinaba y se maquillaba como las mujeres jóvenes de los años cincuenta. Pero no voy a juzgarla, que solo Dios puede hacer ese tipo de cosas.

Piadosa, remilgada, de las de rezo de rosario y Biblia con los que expiar faltas. Poseedora de una lengua capaz de acusarte y sentenciarte por pecados cuya certeza era más que cuestionable hasta para sí misma.

Nunca fui santa de su devoción. Ingresé en el coro gracias a mi voz porque el test de personalidad no lo superé. Había una pregunta sobre anticonceptivos y ahí Laura y yo discrepamos. Yo abogaba por su uso y ella era una firme opositora.

Siempre demostró sin tapujos su animadversión hacia mí. En alguna que otra ocasión, y delante de los miembros parroquiales más jóvenes, me llamó pecadora e incluso fornicadora. Jamás le repliqué. No ofende quien quiere, sino quien puede. Todos sabían que me tenía ojeriza y no por el tema de anticonceptivos, que también, sino que se sentía celosa de mi buena relación con el cura.

Ella vivía con su hermano Fran, un tipo excéntrico, el encargado de tocar el órgano de la iglesia. En el instituto todavía imparte clases de matemáticas. Jamás ha salido del pueblo, ni siquiera cuando tras fallecer su madre le ofrecieron una plaza en la universidad. No quiso dejar a su hermana sola y soltera.

Sin que Laura lo sepa, o eso cree él, toca el contrabajo en un garito de jazz con un público muy particular. Lo descubrí la noche antes de mi asesinato.

Mi pareja y yo fuimos a tomar una copa allí, aunque nunca habíamos ido hasta ese día. Fran estaba tocando el contrabajo. Al terminar la actuación, nos pidió que lo mantuviéramos en secreto porque si Laura llegaba a enterarse no sabía cómo reaccionaría. Le prometimos no decir nada. Insistió en que tampoco debía saberlo el cura, ni siquiera en secreto de confesión.

Ya en casa, supe por mi pareja que la música no era lo único que unía a Fran con mi jefe. Por lo visto, él sabía de buena tinta que entre ambos existía una relación que, de conocerla la hermana de Fran, no la vería con buenos ojos, al contrario, le enviaría a una clínica de esas para desviados alegando un viaje con cualquier excusa. Yo, mientras me hablaba, pensé en mi jefe, tan machito…

Continuará

Galiana

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Escritora, bloguera, podcaster, enamorada de todo lo que huele y sabe a Cultura
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