Nos hemos acostumbrado a poner calificativos a las personas, ¿Sabemos qué es un hombre bueno?
Hombre bueno
Me califican como un hombre bueno siguiendo la tendencia que se puso de moda ya hace algunos años. Esa que nadie cuestionó en su momento y que ahora ya nadie se plantea, esa que creó toda una corriente sobre el modo de definir a estos sujetos y que no es más que una falacia a la cual se agarran los desesperados.
Me han incluido en dicha calificación por el mero hecho de dar discursos sobre esto y aquello sin levantar la voz, por usar palabras y frases amables sobre temas que a la gente le gusta oír. Nadie se para a pensar que todo cuanto digo está trufado de una impostada simpleza, adornado con tonos que simulan franqueza.
El personal ya no distingue absolutamente nada. No puede, ha apartado de su vida algo tan primordial como la filosofía. Se deja llevar por la psicología barata del primero que llega; por cualquiera que no tiene ni idea de política o por el primer avispado que aparece con teorías sociales sacadas de la manga. La sociedad está tan carente de todo y cada vez nos alejamos más y más de conceptos como la moral, la ética, el valor o el prestigio.
Un hombre bueno. No, no es cierto que lo sea ni lo haya sido, ni probablemente lo seré nunca.
Por cada persona que afirma tal cosa de mí me sale un sarpullido de esos que nadie ve; de esos que van formando un tumor en mi cerebro, de esos que me obligan a afirmar y confirmar que soy un hombre bueno ante las masas porque me dominan la necesidad y el azar.
Necesidad y azar, dos características que me convierten en un ser impredecible. Un sujeto perfecto, incapaz de discernir entre el bien y el mal. He llegado en más de una ocasión a ese punto en el que uno no puede establecer la maldita línea entre una cosa y la otra y es por lo que, en ocasiones, vivo atrapado en una lucha interna con múltiples dilemas morales que jamás llego a resolver.
Lo mismo me dejo arrastrar por mi componente espiritual, ese que todos tenemos más o menos desarrollado y que evita que nos deslicemos hacia el lado más oscuro. Es en esas ocasiones cuando exhibo esa imagen de bondad con la que la masa me ha catalogado.
¿Y yo?
Yo termino por inclinarme hacia una aparente reconciliación y un perdón que nunca llega a ser real. Para mí, la importancia radica en el verbo aparentar, ese que el resto del mundo pasa por alto.
Un hombre bueno. Para nada. Creo que te lo estoy dejando claro.
No soy más que un farsante que utiliza palabras para conseguir emocionar a las personas que me escuchan. Todas ellas buscan sentimentalismo y yo de eso no tengo. Me dedico a manipular sus mentes, sus emociones; les doy aquello con lo que necesitan envolver sus oídos y su imaginación.
Juego con personas que se creen invisibles. De hecho, lo son; me limito a hacerles pensar que sus vidas tienen sentido. ¡Pobres almas desgraciadas!
Si supieran que su verdad es más auténtica que la mía. Aquello que esconden en su interior es lo que en definitiva importa, no lo que yo les pueda decir.
Los hombres buenos, no yo, son duros, firmes, reales, claros, objetivos, justos, libres y sin corromper; nada que ver con el caos que genera autocompasión, ni el sentirse esclavo de sus propias fantasías como me sucede a mí.
Soy un telepredicador, uno de los muchos que abundan hoy en día y que tienen engatusadas a miles de personas.
Mis acólitos seguirán calificándome como un hombre bueno. Yo continuaré ejerciendo el papel que me he creado con este aire de verosimilitud que encaja en la tipología social que se necesita, con su aroma fresco a individualismo filosófico; esa mezcla entre Cristo, Sócrates, Freud o Marx, según convenga y ellos quieran o deseen adorar.
No soy un hombre bueno, sino un vulgar embaucador y manipulador al que han entronizado como una deidad de bondad.
Galiana













