En determinadas ocasiones debemos tomar decisiones en las peores condiciones sin saber muy bien cómo nos vemos envueltos en esas conyunturas.
La decisión
El tipo me pareció repugnante nada más entró en la sala donde fui conducido desde mi despacho por unos hombres con pasamontañas. Me habían apuntado con un arma, lo cual ya de por sí es bastante intimidatorio, más cuando te piden que te pongas una capucha para cubrirte el rostro; en ese momento empiezas a temer por tu vida.
Me sacaron del edificio por el ascensor que va directo al garaje y al que solo tenemos acceso unos cuantos en la compañía. ¿Cómo lo supe a pesar de no ver nada y de caminar en volandas entre aquel par de matones? Me pidieron la clave de acceso, ya que es privado.
En el garaje me introdujeron en un coche grande. Podría tratarse de una furgoneta, ¿qué sé yo? Estaba asustado, en ese momento sólo pensé que mi vida corría peligro.
¿Cuánto duró el trayecto? Con la cabeza metida en una capucha, escuchando el ruido del motor en mitad de un silencio mortal, no estaba yo para cálculos. Se me hizo eterno, no podría jurar si fue una hora, tres, o solo unos minutos.
El vehículo se detuvo. Escuché un ruido como de una verja que se abría de forma automática. La imaginación en estos casos juega muy malas pasadas, en la mayoría de las ocasiones y en situaciones como esta creemos oír más que oímos. El motor de nuevo se puso en marcha. El ruido sonó igual y deduje que algo se abre, algo se cierra.
La velocidad a la que nos movíamos era lenta en comparación con la que habíamos llevado hasta el momento en que habíamos parado ante la supuesta verja. De nuevo nos detuvimos, las puertas del vehículo se abrieron, me conminaron a salir del interior.
No me planteé negarme a salir, ni preguntar dónde estaba, ni nada de nada. Bastante tenía con no orinarme encima del miedo, que era lo único que me importaba en ese momento.
Estábamos en algún sitio cerrado porque olía a eso, a mal ventilado. Me sentaron en una silla a la que me esposaron y me quitaron la capucha.
Cuando los ojos se me adaptaron a la luz de la bombilla del techo, allí no había nada ni nadie. La estancia no tenía ventanas. Una única puerta que debía ser por la que había entrado. Las paredes, e incluso la puerta, estaban acolchadas, como los estudios de grabaciones de música o las habitaciones de un psiquiátrico.
No tengo ni idea del tiempo transcurrido desde que aquellos encapuchados me sentaron esposado a la silla hasta que seabrió la puerta y apareció un tipo desagradable.
Un hombre, alto, enorme, correcto, cortés, pidiendo disculpas por el trato recibido. Esa parte me hizo sonreír, lo reconozco, que a uno le saquen a punta de pistola encapuchado de su despacho, le metan en un coche y le trasladen a ni Dios sabe qué lugar y que encima te pidan perdón. Suena a chiste, de pésimo gusto, pero tiene su gracia.
El tipo enfundado en un traje oscuro tenía el aspecto de un gánster de los años veinte, con la corpulencia que da la genética y horas de gimnasio; le faltaba el sombrero.
Se plantó frente a mí. Dado que estaba sentado me pareció mucho más alto, más grande, más pavoroso. Si a eso le añades que su español tenía un marcado acento del este de Europa, con toda probabilidad no estábamos allí para corrernos una juerga con vodka ruso.
Traía un maletín. Mal asunto, pensé, seguro que en el interior contiene algo que no me va a gustar.
Sacó una tablet de unas 10 pulgadas. En ella pude ver a un grupo de personas, a las cuales no conocía, o al menos eso me pareció. Estaban sentadas con la espalda hacia dentro, formando un pequeño círculo. La habitación era igual o muy parecida a la que yo me encontraba.
Me liberó la mano derecha. Colocó en ella una especie de mando de garaje con un pulsador azul y otro rojo.
—Esto es muy sencillo, Sr. Smith…
Lo de llamarme Sr. Smith fue un punto; no es mi apellido. Tentado estuve de decírselo, no estaba la cosa para entrar en ese tipo de detalles.
—… El asunto que le ha traído hasta aquí es muy sencillo. Si usted aprieta el botón rojo, liberará un gas letal que llenará la estancia de las personas que está viendo; morirán en cuestión de segundos. Si, por el contrario, decide apretar el botón azul, la puerta se abrirá y podrán salir de su encierro…
Tanto follón para un juego de mierda como ese. Hay que joderse, la gente podría encontrar otro entretenimiento menos rebuscado para pasar el rato.
—… Las personas que está observando—prosiguió—son portadoras de un virus, éste vivirá aletargado en su organismo hasta dentro de diez años. Pasado dicho tiempo les provocará una enfermedad y en una semana morirá la mitad de la población mundial, no se conocerá la cura.
Miré a esas personas. Tiene cinco minutos para decidir qué botón quiere pulsar.
Tras terminar de hablar y mientras yo miraba la pantalla, no dando crédito a cuanto sucedía, sentí su arma presionando mi sien. Supe que hiciera lo que hiciese, de ahí no iba a salir con vida.
Galiana














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