Este relato está dedicado a todos aquellos que han sufrido injusticias en su vida. Siempre he dicho que la realidad supera la ficción y mi relato está basado en un hecho real, en una noticia que salió hace unos días en televisión. Por supuesto he cambiado los nombres y la descripción de los hechos.
El rayo de sol
El sol entraba por la ventana y calentaba sus pies. Era verano y se sentía feliz, a pesar de todo. Feliz por los pequeños detalles de la vida, feliz por ese rayo de sol que llegaba a través de la ventana.
Se levantó despacio, saboreando cada momento. Se puso su chándal favorito y salió a correr por la playa. Le encantaba hacer footing por la mañanas.
—¡Cariño! Hoy hace un día espectacular —le dijo su madre desde el recibidor.
—Voy a salir —contestó, cerrando la puerta.
A esa hora la playa todavía estaba vacía. Había algún corredor como él, sin embargo, no había sombrillas.
A sus veinticuatro años no había encontrado a la mujer de su vida, ¡quizás nunca lo hiciera! Había estado saliendo con Vanesa desde que era adolescente, aunque decidieron romper su relación hacía ya un año. Los motivos eran indiferentes, ella se había marchado sin más.
Tenía muchos amigos de la facultad de ingeniería aeronáutica, en la que estaba estudiando. Le encantaban sus estudios por lo que no salía mucho de copas ni de fiesta. A Vanesa la conoció en el instituto y había sido como su alma gemela. La ruptura le dolió mucho y le dejó muy hundido, puesto que era su primer amor. Sin embargo, entendía que ella se merecía ser feliz. Nadie podía culparla por su marcha.
Su hermana Menchu era un pilar fundamental en su vida. Tenía tres años más que él y siempre había sido su apoyo incondicional.
—Esto lo vamos a superar, Mario, tú puedes con esto y con más —le dijo ella cuando Vanesa se fue.
Todavía no la había olvidado y no sabía si algún día lo haría.
Le dolían las piernas, así que aflojó el ritmo de la carrera.
—Cariño, no te preocupes si quieres te pongo un poco de antiinflamatorio —le decía su madre.
A lo lejos vio un grupo de jóvenes fumando y bebiendo. Las pulsaciones subieron y se descontrolaron. Decidió aumentar el ritmo de carrera y pasar de largo. Nunca había querido problemas con nadie, así que bajó la vista e intentó pasar desapercibido.
No lo consiguió. Comenzaron a reírse de él:
—¡Eh! Friki.
—¡Eres un jodido snob!
—¡Te vas a enterar!
Las voces se agolpaban en su cabeza.
—Mario, por favor cálmate, soy mamá —la voz de su madre sonaba lejana.
Le pusieron la zancadilla y le tiraron al suelo.
—¡Te vamos a matar guevón!
—¡Te vamos reventar!
Le decían mientas reían a carcajadas.
Comenzaron a darle patadas. Llegaban por todos lados. En los riñones, en las piernas, en el estómago y en la cabeza. Comenzó a sangrar por la nariz, los dientes se desprendieron de la boca, sintió un dolor atroz en el estómago, el brazo se rompió cuando uno de aquellos salvajes le dio con un bate de béisbol. Luego una luz llenó sus ojos cuando le pisaron la cabeza con una bota militar.
—Ya cariño, ya está, estás a salvo —su madre le acariciaba con ternura.
Había pasado ya un año y aún sentía los golpes y el dolor. Aún recordaba ese bate de béisbol y esas botas militares que le habían dejado en estado vegetativo. Vanesa se fue cuando vio en lo que se había convertido. Nunca volvió. Sus compañeros de facultad le olvidaron y su vida quedó relegada a esa habitación. Su madre lloraba en silencio y él no podía decirle que se calmara, que a pesar de todo era feliz.
El Dios de las pequeñas cosas le hacía feliz cuando en las mañanas de verano, ese rayo de sol entraba por la ventana.
Terminada la lectura le das y escuchas.
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Mañana será el último día que esté por aquí, te espero














