Algunas veces la vida nos pone piedras en el camino que dejan huella.
Presunto inocente
Todo el mundo lo vio en la televisión, en las redes sociales. El vídeo se hizo viral en tan sólo unos minutos. Fue la imagen más visionada durante mucho tiempo. Un tipo de unos treinta, corpulento, de casi dos metros de estatura, vistiendo pantalón vaquero y una sudadera con capucha, de modo salvaje agrediendo a una mujer de mediana edad en las escaleras del metro de Madrid para robarle el bolso.
Podría describir con detalle el ataque; este tipo de actuaciones siempre me han revuelto el cuerpo. La violencia me incomoda sobremanera. Además me parece innecesario recrearme en algo tan tremebundo cuando todos podemos verlo con un solo golpe de clic. Es lo que tiene internet, aunque haya una sentencia judicial que ordene que se borren este tipo de cosas siempre permanecen.
Lo que vino después de aquella salvajada emitida por todos los medios de comunicación fue mucho peor. Un sinsentido, un caos, fue la devastación de una vida, de mi vida.
Aquella tarde yo estaba con mi familia celebrando la comunión de mi sobrina. La policía interrumpió la comida como si fueran a detener a un asesino, con ese despliegue de medios que todos hemos visto en las películas. Mi mundo se detuvo cuando me pusieron las esposas y me leyeron mis derechos. Fui detenido allí mismo, delante de todos. Acusado de robo con violencia. No entendía absolutamente nada. Fui introducido en un furgón y conducido a las dependencias policiales para ser interrogado. Aunque aquello fue lo de menos comparado con lo que estaba por venir.
Mi foto apareció en todos los medios de comunicación, con todos mis datos personales y la acusación de haber maltratado y robado a una mujer de mediana edad.
Mi perfil de Facebook, que hasta entonces era medio privado, sin que nadie me pidiera permiso se convirtió en público. Las fotos de mis vacaciones en actitud cariñosa con la que por aquel entonces era mi novia fueron del dominio de todos; las imágenes alocadas con mis colegas del fútbol fueron expuestas sin más; las fotos de las cenas de Navidad con quienes en aquel momento eran mis compañeros de trabajo fueron contempladas por personas que no tendrían que haberlas visto nunca; retratos de las reuniones familiares que eran entrañables fueron objeto de mofa por gentes que ni siquiera nos conocían.
Todo aquello fue una anécdota comparado con lo que quedaba por venir.
Mi presunción de inocencia, esa que se supone todos tenemos, desapareció.
Mi familia no entendía cómo se me había podido ir tanto la cabeza, dieron por hecho que había golpeado a una mujer que podía ser mi madre para robarle un bolso. Mi padre no paraba de preguntarme si estaba metido en algún lío de drogas o de apuestas clandestinas, incluso si me gustaba irme de putas. Mis colegas del fútbol, con los que llevaba jugando desde el instituto, ni me dirigían la palabra, como si nunca me hubieran conocido. Mi novia, con la que tenía planes de boda, dejó de seguirme en las redes sociales, ni siquiera recogió sus cosas, no se molestó ni en decirme adiós. Hasta mi abogado estaba convencido de mi culpabilidad. No es que yo me lo imaginara es que, según él, el vídeo era tan claro que no dejaba lugar a dudas.
Durante cuatro días aquello fue un infierno, tanto que incluso yo mismo pensé que era el ser más despreciable de la tierra, en algunos momentos creí que había hecho aquella monstruosidad, sonámbulo tal vez o qué sé yo.
Entonces… entonces sucedió el milagro. No porque éstos existan, sino porque la verdad, más tarde o más temprano, tiene que salir a la luz; porque a alguien, como sucedió en este caso, le falta una pieza en el puzle.
Ese alguien fue un policía al que no le cuadraba mi actitud de hombre bastante alejado de cualquier conducta agresiva con aquellas imágenes tan espeluznantes. Decidió investigar si estaba ante un psicópata de manual o ante un imbécil que no sabía el follón que se le había venido encima. Movido por sus dudas buscó y encontró al verdadero culpable.
Fui puesto en libertad sin cargos. Recuperé mi inocencia. La policía me pidió disculpas, pero no, no emitió un comunicado con la misma celeridad con la que me habían acusado ante los medios de comunicación, que repitieron el mecanismo que habían usado conmigo con el verdadero culpable y nunca me devolvieron a mi anonimato perdido, ni tampoco machacaron hasta la saciedad que yo no tenía nada que ver con aquel horripilante suceso.
La vida que llevaba antes de aquello no fue la misma. No hubo un punto y seguido, ni un como decíamos ayer a mi regreso a casa. Fue un tener que empezar de cero con un lastre que no había pedido.
De la que había sido mi novia durante cuatro años no volví a saber, como si nunca hubiera existido. Que alguien me explique cómo se borra una parte de tu vida en la que fuiste feliz así, sin más.
Mis colegas del fútbol, al principio, todos se disculparon y, poco a poco, fueron dejando de quedar conmigo. Ya no sé de ninguno de ellos. Aun cuando el fútbol siempre había sido mi pasión, ahora ni siquiera veo los partidos en la tele, hasta he roto mi carné de socio del club al que pertenecía desde mis dieciocho años.
La familia, dicen, que está para todo. No es verdad. Mi madre ni siquiera me llama por mi cumpleaños. En cuanto a los eventos familiares, nadie me invita, no vaya a ser que la policía se presente por allí como en aquella comunión.
En cuanto a la empresa en la que trabajaba, al día siguiente de ser detenido, me mandaron un burofax por el que me despedían ipso facto. Mi abogado me consiguió una indemnización por despido improcedente; claro, prefirieron no readmitirme. Gracias a eso y lo que conseguí del Estado, una buena tajada, fruto del buen hacer del letrado, no tengo que trabajar, al menos de momento. Es sin duda una suerte para mí tener ese colchón, porque cuando al principio intenté conseguir un empleo, en las entrevistas de trabajo siempre había alguien que me reconocía como el salvaje que había propinado una paliza a una mujer.
Ha pasado mucho tiempo desde entonces. Ya nadie habla del caso de aquella pobre brutalmente agredida por un desalmado, mucho menos de como a un tipo inocente la sociedad le arrebató su presunción de inocencia.
Galiana













