Sí, recuerdas tus días de instituto, ¿qué es lo primero que se te viene a la mente?
El toro por los cuernos
Una noche, ya tarde, me sonó el teléfono. Era uno de esos viejos compañeros de clase que tienes en RR.SS., pero poco más. No recuerdo muy bien por qué tenía mi número de móvil. Como ya he dicho nos seguimos en redes y su telefonazo, la verdad, y a esas horas me pareció del todo extraño.
Tras las risas iniciales de hacerse pasar por otra persona, fue al grano. Mediante las diferentes redes, consiguieron reunir a la clase entera y ese mismo sábado había cena con copas incluidas en un restaurante que un compañero tenía justo enfrente del instituto. Me comentó que aún le quedaban por confirmar varias personas y que era el encargado de la lista de “invitados”. Me dijo quienes asistirían.
No le aseguré si podría ir, porque creía que esa misma noche tenía una cena de empresa, lo consultaría en la agenda y al día siguiente se lo confirmaría.
Regresé al salón, donde mi esposa estaba leyendo con total tranquilidad. Me miró con cara de extrañeza, pues estaba convencida que no tenía ningún compromiso ese día. Le dije quién me había llamado y el motivo. Ella, conocedora de toda mi vida y secretos, al instante entendió mi respuesta.
Cuando era un adolescente fui un niño gordo, a mí en el fondo me daba igual. Yo era feliz comiendo. A mi madre le preocupaba por motivos de salud y se empeñó en que siguiera mil dietas y que asistiera a no sé cuántos deportes para hacerme perder peso. En aquel momento no consiguió que pensara que estaba obeso, ni mi padre, ni los familiares, ni nadie de mi entorno pudieron hacérmelo ver.
Sin embargo, hay cosas que en la vida se aprenden por las malas.
En el instituto, más pronto que tarde, empezaron las burlas, que si me parecía al muñeco de Michelín, que les hiciera «el supermeneo» como uno de los protagonistas de la película “Los Goonies”. Hubo un día que me encontré todo el pupitre lleno de bollos de chocolate. En un principio no me importó, pensaba que eran mis compañeros y que bromeaban. Mis amigos me decían que tenía que contárselo a mis padres, que aquello era serio y se me estaba escapando de las manos.
Después empezó lo peor, insultos, comentarios sexuales inapropiados y amenazas. Ya no solo se conformaban con hacerlo en el “insti”, sino también en cualquier lugar público en el que pudiéramos encontrarnos, me humillaban y me avergonzaban. Aquello fue subiendo de tono y pronto empezó el daño físico con golpes, pellizcos, empujones, cuando pasaba por su lado. Toda la clase les reía las gracias de las que yo era objeto.
La situación originó que no quisiera salir de casa, ni siquiera para ir a clase. Trataba de ocultar los moratones que me producían las agresiones recibidas. No quería hablar con nadie y estaba superdespistado. Tenía una ansiedad terrible que “mataba” con la comida.
Mis padres no se dieron cuenta hasta que mis notas cayeron en picado, no es que fuera un cerebrito, pero tampoco era de suspender. El director del instituto decidió hablar con los padres de los implicados con su correspondiente expulsión directa y apertura de expediente disciplinario. Al quedarse sin sus payasos de feria, todo volvió a la normalidad y el acoso terminó.
Mis padres me llevaron a un psicólogo para poder superarlo y me vino genial. Empecé a tener confianza en mí mismo y como no, a hacer dieta.
Hoy en día no se puede decir que sea un figurín musculoso, me cuido, prefiero pensar más en “fofisano” pero sin complejos.
A la cena voy a asistir, no tengo miedo a nada ni a nadie. Aquello ya lo superé. No saben de lo que he sido capaz en todos estos años. Es hora de coger el toro por los cuernos.
La solución juego la tienes clicando en la ilustración.
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